Quizá el único aspecto positivo de los desastres sea la lección que puede aprenderse sobre la naturaleza humana si se está atento a las reacciones que provocan. El 11 de junio, a media mañana, parte de mi vivienda se convirtió -junto con otras del mismo edificio- en una montaña de escombros. La casa fue precintada y cuatro familias quedamos en la calle. La inmediata reacción del Ayuntamiento sexitano se evaporó en una semana y, salvo por 1.000 euros concedidos como ayuda de emergencia social, quedamos librados a nuestros propios recursos para encontrar alojamiento a las puertas del terrible verano almuñequero. Llevo cinco años viviendo, trabajando y pagando mis impuestos en este pueblo, de modo que mi única familia cercana es mi mujer y tres de mis hijos. En los días subsiguientes agotamos todas las posibilidades imaginables: agencias inmobiliarias, anuncios en prensa y establecimientos, teléfonos expuestos en balcones o proporcionados por conocidos...
Resultado: nadie está dispuesto a bajar el listón colocado por el maldito mercado y renunciar a los 1.000, 1.500 y hasta 1.700 euros la quincena. De modo que en una localidad en la que más de la mitad de las viviendas permanecen vacías resulta imposible encontrar alojamiento a un precio que no podamos moralmente calificar de robo.
Así, a la dramática experiencia inicial, de la que todos salimos ilesos por pura carambola de la fortuna, y al cicatero abandono consistorial, se suma ahora la tristeza, la decepcionante constatación del mezquino triunfo del dinero sobre los valores; el fracaso total de la vida en comunidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 11 de julio de 2005