Durante siglos, tanto la Iglesia como otras instituciones, han dedicado ingentes recursos a nuestra salvación; el mundo era un lugar lo suficientemente laborioso que cabía la posibilidad de encontrar algo mejor, la existencia era algo manifestamente mejorable. Pero hoy en día las cosas han cambiado, dedicamos todo nuestro tiempo y recursos a lo contrario; el sentido de nuestra existencia se basa precisamente en eso, en que no hay salvación, no hay juicio final, no hay milagros energéticos, ni demográficos; no hay un ente que tutele nuestras decisiones. Existimos para dejar de hacerlo, no buscamos la eternidad, huimos de ella; sólo hay un tiempo tangible, el presente, el preciso instante en que somos dueños de nuestros actos, de nuestras grandezas, de nuestras miserias. El desaliento ha cundido entre profetas y visionarios, ya no buscamos respuestas, hemos aprendido a sobrevivir sin hacer preguntas; ya no huimos del fin del mundo, hemos salido a su encuentro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 11 de julio de 2005