En un momento de la obra, no lejos del principio (Acto II, escena 2), un personaje descubre que en la locura de Hamlet hay un método, es decir, que sus atropellos verbales y físicos no son fruto del desvarío ni de la cólera ni persiguen un interés concreto e inmediato, como los del criminal común, sino que tienen una base teórica y un propósito más o menos definido a medio o largo plazo. A Hamlet no le falta razón: en el mundo que le rodea impera un orden aparente, pero cimentado en el crimen y la usurpación. Descarrila cuando hace suya la venganza instigado por un fantasma que puede venir del cielo o del infierno. Como ha estudiado en una universidad luterana (Wittenberg), adonde van los chicos daneses de buena familia, su modelo de conducta para el caso es el ángel exterminador, y su método, el de la ejecución sumaria. Al final todo se resuelve en un revoltijo de especulación y escabechina. Luego sólo queda el silencio.
Shakespeare no debía de ser un hombre violento y menos un proscrito. Si acaso, algún roce con hacienda y algún apercibimiento porque los gritos de Otelo perturbaban el descanso de los vecinos. Pero se esforzó en penetrar hasta el fondo en la mente de los homicidas, entender su razonamiento y descubrir sus métodos.
Quienes han atentado en el metro de Londres el pasado miércoles también han asumido la venganza de un agravio histórico y de dimensiones globales. Que las víctimas tengan algo que ver en ello es lo de menos, porque también en su caso el método responde a un modelo disparatado. En este caso, las películas de catástrofes y los cómics de superhéroes y científicos chiflados. Para este tipo de entretenimiento, unos pacíficos guionistas, sin otra finalidad que ganarse la vida honradamente, imaginaron nuevas y complicadas formas de caos y, sin saberlo, lo anticiparon. Hoy las televisiones de todo el mundo reiteran hasta la saciedad las conocidas e inexpresivas imágenes del bombero precipitado, de la persona que se restaña con el pañuelo la sangre de un chichón, del testigo ocular que quisiera narrar lo sucedido y no sabe el qué ni el cómo. En resumidas cuentas, nada que se aproxime a la tragedia real. Nada que explique la locura. Sólo una contundente pero descarnada constatación del método.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 11 de julio de 2005