Para quien haya seguido de cerca las andanzas, siempre casi clandestinas, de Pablo Llorca y su curiosa filmografía, una película como La cicatriz puede resultar una propuesta ciertamente extraña. En su superficie, y en el discurrir aparente de sus imágenes, el filme responde a las características del filme de espionaje: dos personas, un danés y una irlandesa, se encuentran en la Alemania anterior a la caída del muro, se gustan, se aman y terminan colaborando en una red de espías a sueldo de la antigua República Democrática Alemana... una historia ciertamente bastante corriente en tiempos de guerra fría.
En el fondo, empero, lo que parece importar a Llorca no es tanto el telón de fondo histórico (no hay ninguna declaración del por qué se espía, por qué se traiciona, qué ideales se esconden detrás de actos como los que la pareja realiza), sino algo que persigue tozudamente nuestro hombre en su cine desde siempre: el contar qué formas extrañas adopta a veces el amor, qué determinación casi suicida hay en algunos amantes, y en especial en las mujeres (aunque no lo parezca, el filme tiene mucho que ver con el anterior de nuestro hombre, La espalda de Dios y su retrato acerado de la pasión amorosa de una mujer llevada hasta sus últimas consecuencias). O sea, una divagación más sobre los límites de la experiencia humana.
LA CICATRIZ
Dirección: Pablo Llorca. Intérpretes: Angela Pugh, Ludovic Tattevin, Joan Keary, Hans Martín Hamsdorf. Género: espionaje. España, 2005. Duración: 92 minutos.
Tiene el filme, que presenta una factura de espartana pobreza en su producción, la factura inestable de quien no sabe cómo ni cuándo terminará su obra, pero también la determinación, un tanto suicida en estos tiempos que corren, de narrar lo que uno quiere. Y hacerlo, además, pasando por encima de cualquier contingencia, incluso contra la comodidad de lo que el espectador está esperando, los moldes del género y las certidumbres de los saberes industriales propios del cine de consumo. A eso, antes, lo llamábamos cine de autor. Y aunque sólo sea por eso, el filme debe merecer por lo menos nuestro respeto.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 22 de julio de 2005