La noche del 23 de julio fui testigo de la barbarie que sacudió la localidad egipcia de Sharm el Sheij. Afortunadamente para mi pareja y para mí, la cadena en la cual nos hospedábamos no fue blanco elegido por los terroristas. Pero los 300 metros de separación con el hotel siniestrado resultaron más que suficientes para sentir el rugir de las bombas y el hedor del miedo.
El nuevo escenario no presentaba niveles de seguridad inferiores a los de Nueva York, Madrid o Londres, y la capacidad de reacción -gubernamental y de la ciudadanía- posterior al atentado fue igualmente ejemplar. El terror puede encontrarse a la vuelta de la esquina de la mano de Al Qaeda, ETA o cualquier otra organización criminal. No por ello debemos dejarnos intimidar y renunciar al derecho de movernos en libertad allí donde deseemos. Es la mejor respuesta frente al chantaje del terror, si no queremos que éste consiga sus objetivos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 30 de julio de 2005