Francisco Ayala ha pasado media vida en el exilio. Ha vivido en Buenos Aires, Puerto Rico, París o Nueva York, pero la lengua, la escritura, como él dice, ha hecho las veces de un hogar donde instalar sus emociones, sus vivencias. Por ese ingenioso uso de la escritura, quizá por ver más allá de sus límites, aparece un aura especial alrededor de su figura cuando se refiere a una vocación que le ha ocupado una larguísima vida de 99 años: "He escrito todos los días, desde la escuela hasta hoy, y empecé a publicar muy temprano, antes de los 20 años". Aseguraba en una ocasión que "de pequeño me tenían que reprender por utilizar algunas palabras que había aprendido en el Quijote y que no eran muy oportunas para el ambiente burgués de la Granada de entonces". La afición por esas palabras y por el propio Cervantes le condujo a la escritura, recientemente, de La invención del Quijote (Punto de Lectura, 2005). Un amor hacia Cervantes que se había visto ya correspondido con el premio que lleva el nombre del autor del Quijote y que Ayala recibió en 1991 en reconocimiento a su obra.
El compromiso con la libertad de Ayala ha ido siempre más allá de lo ético y se ha posado, en ocasiones, sobre las cuestiones estéticas: "Una biblioteca nunca puede ser ideal; si no, sería una cárcel o una tumba", dijo en una ocasión. "En realidad es algo semejante a la naturaleza, de donde se extraen productos que uno necesita para el organismo. Cada libro cambia según el momento en que se lee y ningún libro es siempre el mismo libro".
El abandono del hogar y la Guerra Civil fueron vivencias que se entrometieron en su relación con la literatura y las bibliotecas: "Me separaron de mi biblioteca familiar y por eso me acostumbré a vivir con mi biblioteca imaginaria".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de agosto de 2005