Hasta hace poco, los pobres no podían permitirse el lujo de veranear en un lugar distinto al de su residencia habitual. Como máximo, visitaban su pueblo natal o sacaban una silla a la calle para tomar el fresco. Eso cambió con la revolución industrial, un seísmo económico-social que, en España, hizo que parte de nuestra geografía se uniera a la causa del turismo residencial y, más adelante, a la democratización del aire acondicionado. Las largas vacaciones del 36 describe la realidad de un pueblo catalán en el que veranean algunos burgueses de Barcelona. El 19 de julio de 1936, al poco de instalarse, se enteran de la sublevación franquista. Las cuatro generaciones (abuelos, padres, jóvenes y niños) lo viven con desigual aprensión. Los abuelos, con el temor de haber sufrido momentos fatalmente parecidos; los padres, con el miedo a perder la precaria estabilidad lograda; los jóvenes, con la tentación de dar su vida por una de las dos causas en conflicto, y los niños, como niños. La película, dirigida por Jaime Camino, cumplió los tradicionales requisitos del nuevo cine español. Se estrenó tras la muerte de Franco porque antes ni siquiera se habría podido rodar, tuvo problemas con la censura y trata de una de las obsesiones de nuestra cinematografía contemporánea: el fratricidio, sus secuelas y otras cosas de meter.
Los niños, mientras tanto, van en bibicleta, persiguen a las criadas y cumplen con lo que exige la tradición del veraneo
Jaime Camino tenía autoridad para rodarla: nació en 1936 y, por consiguiente, tuvo una percepción intrauterina del inicio del drama. Hoy, sin el apasionamiento politizado que suscitó en los días de su estreno, la película parece un inocente servicio a una verdad tan manoseada que pronto no la reconocerá ni su madre. Aparecen todos los elementos que explican la complejidad del conflicto: los radicalismos encubiertos de fe revolucionaria o cruzada antimasónica, la pasividad de la inmensa mayoría, los ajustes de cuenta disfrazados de ejecuciones sumarísimas, la impotencia, el chaqueterismo y un idealismo que, a falta de presupuesto, se resuelve con mucha gente cantando Els Segadors por las calles del pueblo. Los niños, mientras tanto, fuman a escondidas, juegan, van en bibicleta (como en Las bicicletas son para el verano, película que pertenece al mismo género), persiguen a las criadas y cumplen con lo que de ellos exige la tradición del veraneo. Entre los adultos, en cambio, abunda la política del avestruz e incluso hay quien dice: "Yo me lo tomo como si fueran unas vacaciones más largas". Pues menudas vacaciones, macho.
Paco Rabal interpreta a un maestro rojo que, a medida que avanza el conflicto, se va pareciendo cada vez más al Antonio Machado al que admira, hundido por las circunstancias, herido por el hambre y con la palabra exilio escrita en la mirada. La película se filmó en Gelida y Argentona, dos municipios marcados por su dimensión veraneante pero que, a medida que crece Barcelona, van imponiendo sus virtudes de primera residencia. También sale un cine en el que echan El hombre y el monstruo. Me temo que no se trata de una elección casual. Es una de las muchas adaptaciones de la novela Doctor Jekyll and Mister Hyde. O sea: una metáfora de la doble personalidad que, en una situación de guerra civil, puede llegar a tener un país con más hígado que cabeza. Porque no es que una de las dos Españas pueda helarte el corazón, sino que, cuando se lo propone, España enloquece y opta por la autodestrucción. Salvando las distancias, es un fenómeno parecido al que se produce en algunos municipios en tiempo de veraneo: se entregan con tanta pasión a los monstruosos beneficios del turismo que pierden, además del sentido del ridículo, su identidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 4 de agosto de 2005