Ayer, a las dos y media de la tarde, ella me llamó al móvil. En la pantalla apareció su nombre y su fotografía. Como soy bastante tonto, encendí rápidamente un cigarro para saborear la inminente conversación. Supe que me telefoneaba también desde su móvil. Cuando me llama desde el fijo, aparece ella quieta, apoyada en la almohada de su cama, sonriendo generosamente. Cuando lo hace desde el móvil, la fotografía la muestra andando de espaldas por Madrid, con un vestido blanco que recuerda el cartel de una película de François Truffaut. Descolgué, empezamos a explicarnos cosas poco importantes y a los dos minutos me soltó, con la voz más dulce del universo, que estaría hablando conmigo toda la vida. Decidí romper inmediatamente la poesía diciéndole que eso le saldría muy caro. Sin cambiar su tono dulce, me preguntó que cuanto le costaría exactamente. Ahora te llamo. Voy a calcularlo.
Sinceramente, me enterneció bastante su respuesta. A todos nos gusta que nos digan de vez en cuando cosas así
La tarifa que ella tiene contratada con su compañía es de 0,18 euros por minuto, más el establecimiento de llamada. Por desgracia, su vida terminará dentro de, aproximadamente, medio siglo. En cincuenta años hay veintiséis millones de minutos, que multiplicados por 0,18 nos dan un total de cuatro millones setecientos treinta mil euros.
Una vez realizado el cálculo, la llamé para decirle que toda la vida hablando conmigo desde su móvil le costaría setecientos ochenta y cinco millones de pesetas. Me dijo que vale, que tendrá ese dinero antes de morir, que trabajará en algo muy remunerado mientras habla conmigo, pero que no cuelgue nunca.
Sinceramente, me enterneció bastante su respuesta. A todos nos gusta que nos digan de vez en cuando cosas así. Pero como no quiero verla convertida en una mujer obsesionada por la adquisición masiva de dinero, inmediatamente empecé a plantearle alternativas mucho más económicas. Le dije, por ejemplo, que podríamos hablar toda la vida en persona, uno al lado del otro, sin compañías telefónicas que impusieran tarifas a nuestras charlas. Convenimos al instante en que eso sería lo más práctico. No es excesivamente complicado hacer algo así. Solamente tendríamos que desayunar juntos, comer juntos, cenar juntos, ir al cine juntos, comprar juntos en el supermercado y dormir en la misma cama durante absolutamente todos los días de nuestra vida. De esta manera tan sencilla nos evitaríamos pagar céntimos de euro por minuto y absurdos establecimientos de llamada. ¿Pero cómo no se nos había ocurrido antes una cosa así?
Fantaseamos con esa posibilidad durante un cuarto de hora, nerviosos por habernos atrevido a decir algo tan solemne sin que se notara, pero luego, sin saber por qué, decidimos que eso no sería una buena idea y la desechamos sin explicarnos abiertamente el motivo. Sin embargo, los dos supimos la razón: vivir juntos, en otro triste sentido, nos costaría muchísimo más caro.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 5 de agosto de 2005