Para la historia, María Callas es el monstruo sagrado de la lírica, pero en sus inicios no prometía mucho. Era alta, muy gorda, de gruesas gafas y desgarbada. La antítesis del refinado mito en el que llegaría a convertirse. Cuando se ponía a interpretar, se olvidaba de todos sus complejos.
Su verdadera carrera comenzó en Verona en 1947, cuando cantó La Gioconda, de Poncchielli, y pasó a ser el máximo exponente del repertorio de la soprano dramática (Aida, Turandot, Isolda), antes de interpretar personajes más ligeros de Rossini a Verdi, pasando por la Medea de Cherubini.
Su deslumbrante trayectoria se truncó por su apasionado idilio con el millonario Aristóteles Onassis, que comenzó cuando estaba casada con Giovanni Batistta Meneghini. El magnate encontró en ella una mujer a su "altura" y la diva, convertida en un ser sumiso y devoto, se olvidó del canto. Sólo deseaba casarse con Aristo, tener un hijo y cocinar para él. Pero Aristo matrimonió con otro mito viviente, Jackie Kennedy. No lo superó y dejó escrito: "Pienso que después de nueve años con él tenía derecho, al menos, a no enterarme por los diarios. Pero lo considero un loco y, como tal, lo suprimo de mi mente".
Volvió a la ópera, pero nunca alcanzó las cotas de su juventud. En 1977, a los 53 años, murió de un ataque al corazón en su apartamento de París. Sus cenizas se esparcieron en el mar Egeo y su siempre marido Meneghini planteó una duda: ¿por qué se incineró tan rápido el cadáver? En su opinión, María se suicidó desesperada por su soledad y la tristeza de su decadencia.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 13 de agosto de 2005