La idea de hacer ballets inspirados en óperas se ha extendido y popularizado en los tiempos modernos. Antes había sido al contrario (como es el caso de Don Juan, La sonámbula, El Quijote o Carmen, que fueron grandes producciones balletísticas de éxito antes que dramas líricos). Pero se produce casi siempre y en este caso concreto del Hong Kong Ballet en el teatro Albéniz, de Madrid, de manera muy chirriante, un choque entre lo que se oye y lo que se ve; entre la voz cantada y el paso de baile, entre el aria y la variación. Hay algo que no casa, que no se imbrica en un empaste lógico desde lo coréutico. Claro, y si se oye a Freni o Caballé en sus mejores días, la oreja manda. Hay otros casos: Béjart, Bausch, Petit sí lo han conseguido.
Turandot es obra de complejo argumento, casi imposible de seguir si no se conoce bien el libreto de la ópera. En ballet, una mímica exaltada pseudorrealista no contribuye necesariamente a la comprensión, y ése es otro fallo de esta pieza ambiciosa con coreografía de Natalie Weir, se hace monótona, recurrente y la originalidad brilla por su ausencia. Lo que se salva del montaje es debido a la calidad de los solistas y al envoltorio, una escenografía monumental a la vez que simple, basada en el juego de telones, la luz colorista y la escultura simbólica, que cumple sobre un vestuario sencillamente cómodo y a veces atemporal.
Plantilla cosmopolita
Los chinos, una vez descubiertos el plástico y los brillos sintéticos, han desterrado sus sedas sutiles. Es un intento de occidentalización incomprensible, innecesario (será parte de esa loca carrera de asimilaciones). K. S. Karol decía en su visionario libro sobre China que el hombre occidental ya había aceptado que hay dos mundos de expresiones básicas diferentes: el oriental representado por China, y citaba desde la escritura hasta la escala musical, y el occidental. Una derivación palpable es la plantilla del Ballet de Hong Kong, que quiere ser cosmopolita, y eso está bien (hoy día, el ballet es un arte consumado en la globalización), pero al tratar de emular a las compañías británicas (el director Stephen Jefferies es un producto Royal típico) se queda en un quiero y no puedo.
La compañía tiene un nivel de conjunto aceptable, pero aún lejos de las grandes formaciones de ese país, como el Ballet de Shanghai o el Ballet Nacional de China. Los solistas son eficientes y hay algunos brillantes como Faye Leung, que encarna a Turandot, o Cristal Costa, que asume el papel de Liu. Al bailarín Liang Jing (verdadera estrella mediática en su país) se le recuerda por sus papeles al frente del Nacional y por su participación en la ceremonia de los Oscar; es un entrenado y sólido partenaire, domina el arte del adagio y de portar a la bailarina, pero en sus solos, aunque se esfuerza, no ha estado como antaño.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 27 de agosto de 2005