He leído que la Comunidad es la que menos gasta en sanidad por habitante y año de todo el Estado. Puedo asegurar que he sufrido en carne propia las consecuencias de esa "esplendidez" presupuestaria.
Mi madre falleció a principios de agosto. Cuatro semanas antes, alarmado por la presencia de síntomas preocupantes, mi hermano la había llevado a urgencias del hospital de la Princesa, en donde, tras ser debidamente atendida quedó ingresada con un diagnóstico de metástasis en el hígado producida "probablemente" por un antiguo cáncer primario de mama.
A partir de ese momento, lo que en buena práctica médica debería haber continuado con una profundización del estudio clínico, derivó en una apreciación tan simple como ésta: a la paciente, debido a su edad, sólo pueden aplicársele cuidados paliativos domiciliarios. No hablemos ya de tratamientos agresivos tipo quimioterapia, radioterapia o cirugía, sino que cualquier intento de reforzar su sistema inmunológico para luchar contra la enfermedad o, al menos, para mejorar su estado general, fue también descartado de antemano; la única y exclusiva preocupación de la directora del centro hospitalario era darle el alta lo antes posible.
Pero no porque el hospital estuviera saturado, no; nada de camas por los pasillos. El problema era que se avecinaba el periodo de vacaciones y había que mandar a los enfermos a casa. Y efectivamente, durante las aproximadamente dos semanas que mi madre permaneció ingresada ante nuestra rotunda negativa a llevárnosla hasta que en casa tuviéramos condiciones adecuadas para ello, plantas enteras fueron siendo desalojadas. Una a una.
Por suerte para ella, y gracias a que la naturaleza actuó benévolamente, mi madre murió sin sufrir dolor.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 14 de septiembre de 2005