Fabián Bielinsky, con El aura, y Per Fly, con Drabet (Manslaughter), conformaron la tercera jornada de las películas de la sección oficial del Festival de San Sebastián. Dos formas distintas de concebir el mundo, al menos el narrativo, unidas, quizá, por una evidente proclividad a la introspección de sus protagonistas, por la mirada hacia el interior del ser humano en circunstancias límite. Tempos lentos que analizan espíritus torturados y que los aficionados donostiarras acogen con llenos espectaculares y, mayoritariamente, con muestras de satisfacción.
El aura, de Fabián Bielinsky, permite, de entrada, superar la mala digestión que había dejado la anodina Sunflower del chino Zhang Yang. El segundo largometraje del argentino Bielinsky -Nueve reinas fue su gran debú- nos ofrece una sugestiva trama de un taxidermista epiléptico (un excelente Ricardo Darín) trasladado a los lejanos bosques del sur de Argentina, donde podrá llevar a la práctica una de sus obsesiones: el atraco perfecto.
El filme se desarrolla con una creciente intensidad, una impecable realización y un progresivo interés. Para ello se apoya en una serie de personajes secundarios, radicalmente marginales, situados en un ambiente natural que recuerda en ocasiones la espléndida y ya antigüa Deliverance, de John Boorman. La madre naturaleza se convierte en una protagonista más con la paradoja de que los espacios abiertos son cada vez más opresivos. A ello se añade la preparación de un atraco perfecto, de tal modo que la trama incorpora un extraño thriller a sus iniciales planteamientos. Si alguien dudaba de la inutilidad de los esquemas inflexibles en la catalogación de los géneros cinematográficos tiene en El aura un argumento que disipa las dudas.
Bielinsky demuestra en su segundo largometraje una maestría narrativa infrecuente, precedida, además, de un estupendo guión que conduce al espectador al territorio en el que los sentimientos apenas necesitan de la palabra para expresarse. De hecho, hay un personaje secundario en el filme que alcanza el grado de coprotagonista: un perro que comparte con David Bowie el tener los ojos de distintos colores.
El segundo filme a concurso de la jornada del sábado, Drabet (Manslaughter), del danés Per Fly, nos remite directamente a un concepto del mundo y del ser humano en el que el tópico sobresale por encima de todo. Los aficionados a los festivales de cine suelen intuir que las películas nórdicas rezuman pesimismo, melancolía y depresión. Per Fly es absolutamente respetuoso con las intuiciones cinéfilas. En el certamen de 2003 consiguió el premio del jurado al mejor guión por su filme La herencia, segunda parte de una trilogía que concluye con la que presentó ayer.
Un profesor de instituto, una antigua alumna que milita en la extrema izquierda, un matrimonio roto, un hijo que toca el violín, la muerte de un policía, intentos de suicidio, melancolía, diseño, ambientes minimalistas, sentimientos de culpa... todo en Manslaughter parece llevarnos a Kierkegaard: el hedonista, aquel que opta por el placer inmediato, acaba sojuzgado por la angustia y la desesperación. De otra parte, aquel que opta por el compromiso del deber, de la implicación en lo social, pierde su individualismo en el mar de lo colectivo. Sólo le queda la salida de la búsqueda de Dios. Quizá por todo ello, nuestro profesor de instituto de 52 años, que encuentra el placer con una antigua alumna y, después, el deber de denunciarla como responsable de la muerte de un policía, acaba haciendo parapente en un metafórico anhelo de encontrar al Supremo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 18 de septiembre de 2005