Por convicción firme y serena, y salvo casos aislados y puntuales que confirman la regla, siempre he creído firmemente en la bondad de la mujer a la hora de afrontar la maternidad. Por eso estoy plenamente seguro que cualquier mujer impediría por todos los medios traer al mundo un monstruo para que se gane a pulso el desprecio de una sociedad que puede tildarlo como hijo de mala madre. No de otra manera puede ser. Una madre no quiere dar a luz un mal hijo y una sociedad moderna debería no ensuciar a las madres con las maldades de sus hijos ganados por la monstruosidad de ser maltratadores. Llamémosles a estos últimos hijos de su mala hombría. Es la peor descalificación que podemos darle a un personaje que maltrata psíquica y psicológicamente a las mujeres o a los niños y, ¿por qué no reconocerlo?, a otros hombres. Una mujer de 19 años, por la desgracia de enamorarse de su verdugo, ha sido la última víctima mortal. Un macho celoso, que no demuestra más que poder frente a la mujer para desplegar sus galas de perro rabioso, de nuevo nos hinca a todos en la desesperanza, en la fatalidad de las dificultades que nos atenazan para no alcanzar una luz clarificadora que ponga fin a este conflicto interrelacionar entre hombres y mujeres que muchos se empeñan en fomentar.
Y ahora, además de que ya sabemos que los maltratadores son ignominiosos y asesinos cobardes, nos demuestran que también son cobardes superlativos, pues necesitan de sus amigos para llevar a cabo sus atrocidades. Hombres así, sobran. Amigos de tal calaña, también. Caiga sobre ellos toda la contundencia y rigidez de la Ley. Que la Justicia los ponga en el sitio que merecen.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 28 de septiembre de 2005