Ha vuelto el drama diario del salto de la valla en Ceuta por parte de los inmigrantes subsaharianos, y esta vez la desgracia ya conocida se ha convertido en la tragedia prevista y anunciada. Varias personas han fallecido intentando asaltar en oleadas la verja que separa la frontera de Marruecos y España. Hombres y mujeres que por una simple casualidad elegida sólo por el azar del destino, como es el hecho de nacer en un lugar imposible de la tierra, pretenden salir del abismo de la miseria sorteando una altura de la que inevitablemente, como la metáfora real de su vida, sólo les lleva a golpearse contra el suelo. Gente que se juega la vida asumiendo el riesgo de tratar de saltar los alambres creyendo que tras la caída viene un paso hacia un futuro de mejora personal y familiar, y que literalmente se encuentran de bruces con unos sueños nuevamente rotos.
¿Cuántos de nosotros en su misma penosa situación no haríamos de todo por tratar de huir de esa pobreza?
Reconozco que no sé cuál es la solución, y existe una gran contradicción entre la solidaridad y la ayuda que por principios se merecen estas personas, y el reconocer que es imposible lograr que todo el mundo entre en nuestro país, puesto que los medios son limitados.
Ojalá alguien encuentre algún día una propuesta justa y feliz. Hasta entonces, no podremos dejar de pensar en el dolor que se esconde detrás de una alambrada, de la que nosotros, privilegiados por la suerte de vivir en un teórico mundo desarrollado, no deberíamos nunca olvidarnos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 30 de septiembre de 2005