La televisión difunde imágenes de un famélico tropel al asalto de Melilla. Los que logran salvar la alambrada corren por las calles sin saber qué hacer ni adónde ir. Uno no quisiera estar en la piel de las fuerzas del orden. A los pequeños burgueses que seguimos la escaramuza desde el comedor, los asaltantes nos dan un poquito de miedo. Son jóvenes, fuertes, negros, andrajosos y con cara de pocos amigos. No faltan razones para asustarse ante el fenómeno. Ninguna para temer al individuo. No todos serán santos, pero en general son gente pacífica y honrada que huye de la miseria. Aunque consigan entrar, las expectativas son paupérrimas: con suerte, un trabajo agrícola temporal; si no, vender chucherías, o lo que salga. Algunos incurrirán en delitos de poca monta. No eran delincuentes antes de saltar la valla. Si lo hubieran sido, seguramente no les habría hecho falta emprender una aventura tan descabellada. Es imposible imaginar el esfuerzo, el sufrimiento y el dinero que les habrá costado llegar desde su país ante un muro infranqueable y la certeza casi absoluta de la deportación. Aún así, la mera esperanza les compensa. Es la tierra prometida. Incluso nuestra sequía les parece un lujo.
Mientras tanto, al otro lado de la barrera, la población tiembla y ruge discutiendo si somos una nación de naciones o una nación de nacionalidades. En una polémica marginal se cita, por reducción al absurdo, una bicicleta de bicicletas, y se recurre al arte de vanguardia para dar razón de su existencia teórica. De las declaraciones de quienes mantienen posturas más radicales cabe inferir la diferencia. Una nación actúa unida y sin fisuras frente al enemigo exterior. Una nacionalidad es una región mal maquillada. Y una región autonómica es poco más que un burdel con competencias administrativas. En medio de tanta confusión, el portavoz de un partido periférico habla del Gobierno del Estado español: el hermano de mi tío que no es mi tío.
El problema es arduo y de difícil solución, sobre todo cuando tengamos que hacérselo entender a la turbamulta que se deja la piel trepando por las alambradas de Melilla sin saber si su objetivo es entrar en un país o una nación o sólo en una tierra donde les dijeron que encontrarían agua y pan.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 3 de octubre de 2005