Uno de los sustos más habituales (y estúpidos) de la vida diaria se produce cuando uno pone la radio o la televisión y éstas habían sido apagadas anteriormente con el volumen a tope. Uno sabe que está apretando al botón de encendido y, naturalmente, en apenas unas décimas de segundo espera que los aparatos comiencen a expulsar sonido por los altavoces. Pero no tanto. Y entonces surge el inevitable sobresalto. Igual ocurre a lo largo de todo el metraje de la nefasta película Boogeyman, de la cual lo único que se puede salvar es su incontestable sonido.
La historia es infumable y la colección de clichés, interminable (pasillos oscuros, filtros azules, trauma del pasado, confusión entre realidad y apariencia...). El espectador sabe exactamente cada uno de los momentos en los que el director va a intentar impresionarlo. Así que se prepara para ello. Ya viene el estruendo. Y éste llega, implacable: un brutal estallido de música (o simplemente de chirridos), un segundo antes de que la presencia fantasmal que no inspira el menor pánico haga su aparición. Y la platea da un salto de su butaca. Porque el cerebro va por un lado y el tímpano por otro. ¿Significa esto que Boogeyman es un filme de terror? Ni en el peor de los sueños. Sólo es ruido. Por cierto, esta historia dirigida por Stephen Kay (que ya nos torturó con la inefable revisión de Get Carter protagonizada por Sylvester Stallone) cuenta desde el primer minuto hasta el último la historia de un tipo al que le aterran los armarios y que se pasa la película intentando abrirlos.
BOOGEYMAN
Dirección: Stephen Kay. Intérpretes: Barry Watson, Emily Deschanel, Skye McCole Bartusiak, Lucy Lawless. Género: terror. EE UU, 2005. Duración: 89 minutos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 7 de octubre de 2005