He cogido el autobús. El conductor, como me ha llevado hasta el fin del trayecto sin accidentes, se ha bajado del vehículo y, agarrado a una señal de tráfico, la ha zarandeado mientras bailaba. En mi trabajo -ejerzo en una escuela-, al final de la jornada, mis compañeros, que han dado sus clases sin incidentes, han salido haciendo la conga. Cuando me he tomado un café, el camarero, puesto que no se le ha caído la taza, ha salido a la puerta del bar y, con los oídos tapados, ha sacado la lengua a los transeúntes. El dentista que me ha extraído la muela se ha tumbado en el suelo boca arriba moviendo brazos y piernas -la cucaracha, le dicen-. Y en el banco, el cajero ha saltado del mostrador tapándose la cara con el faldón de la camisa mientras gritaba "toma, toma" y amenazaba con el puño, porque le han cuadrado las cuentas. Cuando he vuelto a casa, el portero de la finca saltaba a pídola sobre sus colegas, puestos en fila, haciendo cortes de mangas a quienes pasaban. Al llegar al piso, mi mujer balanceaba los brazos acunando a un niño inexistente porque ella había hecho bien su trabajo.
¿Qué pasaba? Es que lo celebraban. Todas esas personas, que cobran cientos de veces menos que algunos futbolistas y cuyo trabajo es tanto o más importante, celebraban haber cumplido con su obligación. En realidad, no lo celebraban así, sino en silencio. A ver si a quien le corresponda (árbitros, federación, clubes, aficionados) empieza a cortar los ridículos espectáculos que algunos jugadores montan en los estadios cuando cumplen, muchas veces mal, con su obligación.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 7 de octubre de 2005