Apunta alto esta joven veracruzana que desembarcó hace un par de años por el foro en busca de acomodo para esas canciones suyas de amor y melancolías varias. Roxana es capaz de manejarse en el delicado arte de la socarronería (El petate) y ha desarrollado una cierta habilidad para la crónica urbana, como en la espléndida Nadie a quien amar. Pero, en último extremo, siempre le acaba aflorando esa herencia trágica y dolorida de la gran tradición cancionera mexicana, un legado que ella ha sabido asumir con dignidad.
Arrancó algo atenazada por los nervios del estreno, pero enseguida ganó en calor y vivacidad su voz poderosa. Defiende el repertorio propio de Un amor que dure cien años, su disco de debú en el que reflexiona sobre la fugacidad (Tic-tac) o los recovecos del corazón (Ángel del amor, la abolerada Canción para el alma). E intercaló varias piezas aún inéditas que, como en el caso de las concienciadas Cuidado o Amor esperanza (ésta, sobre las heridas del 11-M), corroboran las sospechas iniciales: nos encontramos ante una cantautora de generoso talento.
Roxana Río
Roxana Río (voz y guitarra), David Herrera (guitarra), Raúl Márquez (violín), Sergio Urquía (percusión y charango), José Ramón Abella (bajo eléctrico), Marián Piquero (coros). Sala Clamores. Madrid. 19 de octubre.
Entremedias, tiempo para rendir tributo a los grandes gurús de la canción en México: Álvaro Carrillo (Luz de luna) o, claro, José Alfredo Jiménez, de quien recuperó El rey y El último trago. Salió también airosa de su lectura de La llorona, paradigma de dramatismo que ya engrandecieron en su día Lila Downs, Lhasa de Sela o Chavela Vargas. No es casualidad: son tres mujeres que comparten con Roxana un sentimiento trágico muy parejo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 21 de octubre de 2005