Inmersos todavía en el dolor por la muerte de Manuel Castillo (Sevilla, 1930), se produce la desaparición de otra figura de la misma generación, Gonzalo de Olavide (Madrid, 1934), compositor y persona estrictamente inolvidable. Descendiente de una familia histórica en la que arte, humanismo y aventura se dan la mano, Gonzalo cuenta entre sus antecesores con el humanista ilustrado Pablo de Olavide y Jáuregui (Lima, 1725-Baeza, 1803), y también, por otra línea, encontramos antecedentes artísticos tal como la cantante Rita Luna o el más cercano tenor Juan Casenave (1888-1961), el primer Fernando de Doña Francisquita, de Vives, en 1923.
Por temperamento y voluntad, Gonzalo de Olavide sumó siempre a la generación de Halffter, De Pablo, Castillo, Bernaola u Oliver una invención independiente aun cuando bien sintonizada con la evolución musical de la época. Vivió gran parte de su existencia y su carrera más allá de nuestras fronteras, especialmente en Ginebra, hasta el punto de que al renovarse el Victoria Hall de la ciudad figurase su imagen junto a la del maestro Ansermet. Antes había conocido América y, muy particularmente, Buenos Aires, desde que se casó con la argentina Irene. El matrimonio abría las puertas de su casa ginebrina a cuantos llegábamos y los músicos suizos acogieron con interés muy particular su variada e imaginativa producción. En 1968, el Journal de Géneve titula la crítica del Quinto Himno de la Desesperanza, dirigido por Jacques Guyonnet, con estas rotundas palabras: "El compositor Olavide, un maestro".
Carente de vanidad, Gonzalo ha hecho su obra con seguridad y afán de belleza, consciente de un camino que no olvida ni mucho menos a Manuel de Falla o a Federico García Lorca, pero los entiende a su manera, del mismo modo que gustaba tanto de escribir para el piano, la voz, las formas de cámara o las sinfónicas, además de notables incursiones en formulaciones mixtas (instrumentales y electroacústicas), o aceptaba peticiones para honrar a Albéniz en el homenaje de la fundación que lleva el nombre del autor de Iberia, o a Arturo Rubinstein. Y a pesar de su apertura de criterio, y a través de una escritura minuciosa y perfeccionista, palpitaba en Gonzalo una línea de continuidad hispánica sin necesidad de préstamos folclorísticos. Esto es, estamos ante un maestro de perfil y sustancia universalista y ante un pensamiento culto, tan puro como hondo.
La obra de Olavide ha llegado a muchos rincones europeos y americanos como trasunto de una inteligencia en marcha y una calidez humana tan rigurosa y entrañable como la persona, de tan admirable bonhomía y tan refinada nobleza. Recordaremos siempre a Gonzalo de Olavide cuantos tuvimos la suerte de ser sus admiradores y sus amigos. Tal y como reza la propuesta, junto al gran hombre aparecía y aparecerá siempre la figura de Irene. Su desolación es la nuestra y su vacío se extiende, como callada ola de mar, por la música española tan de hoy que perdurará siempre.-
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 7 de noviembre de 2005