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Crítica:

Geografía lírica de la memoria

La fabulación novelesca, el fragmento poético, el relato de los sueños, la reflexión y el retrato. El periodista y escritor Juan Cruz Ruiz ha recurrido a los más diversos géneros literarios a la hora de repasar fragmentariamente sus propios recuerdos.

Ya nadie se asusta entre nosotros porque el memorialismo o la autobiografía carezcan de marcas externas. Para marcar su territorio apenas pueden exhibir más que datos externos, ajenos a la escritura misma y casi documentales: no son más autobiográficas por más verdad que lleven las malas autobiografías, porque son peores como tales textos escritos. Y lo que asusta todavía menos es la asunción común de la invención y la experimentación para enfocar o planificar un ejercicio de memoria. Vale la fabulación novelesca y vale el fragmento lírico, vale la escueta viñeta y vale el retal de un sueño, vale la prosa suelta y desparramada y vale el ascético analítico. Y es seguro que cada cual habrá hecho su propio crucigrama de nombres para casi todas las variantes anteriores y en casi todos ellos cabe este libro de Juan Cruz. Quizá como reconocido y evidente hombre orquesta, y la frase la copio de un reciente artículo de Mario Vargas Llosa, se ha producido en este libro una especie de contagio del temperamento del hombre a la literatura del escritor, y pese a la morosidad buscada de la escritura, este libro va a toda velocidad y disparado en todos los sentidos porque se fía de una sola brújula, o casi una sola brújula, el impulso de la memoria como resorte irracional, sin detener su fluidez y sin controlarla del todo, gobernando sólo a medias lo que decide evocar, el orden en el que lo hace y sin renunciar, sobre todo, a algunas de las fijaciones más irrestrictas de esa confesada desnudez del narrador: el asma y el miedo, la amistad y los muertos (su madre, su padre, la agonía dramática y súbita de Dulce Chacón, el hermoso capítulo con Cabrera Infante), la adolescencia y los amores furtivos y los amores estables. Y metiéndolo por en medio en casi todo, sin rehuir la repetición abusiva, el mar como objeto de una nostalgia solemne y radical, a veces levemente envarada o artificiosa, otras con el brío nervioso del autor, casi siempre sin embargo tocada de una mano de lirismo a pleno pulmón (o sin asomo de asma). Ese ejercicio de la memoria ensimismada, libre de formato y de orden evocativo, desigual de fuerza y de estilo a la fuerza, es una marca de autor que lo emparenta con dos espléndidos libros donde los autores actúan con esa misma libertad imaginativa y con los riesgos de la experimentación, el cubano Eliseo Alberto y su poderoso Informe contra mí mismo y el catalán Antonio Rabinad y su mirada singularísima en El hombre indigno. Cruz hubiese podido demorarse en tantos viajes y trayectos transatlánticos, tantos escritores y copas y apenas lo ha hecho porque éste es el libro del otro Juan Cruz, con el móvil casi siempre quieto, incluso quieto él inverosímilmente, dispuesto al arrebato de la memoria tanto como al de la escritura. No hay apenas información útil sobre el periodista y editor Juan Cruz; sí entrarán en la intimidad atosigada y asustada de un muchacho con el miedo pegado a la piel como el salitre, que crece de niño leyendo bajo una luz eléctrica exigua, en el Puerto de la Cruz, cogido como escritor por una metáfora del mar que es plural y es dispersa y a veces contagia de excesiva difuminación los perfiles de la memoria misma. Pero ésa es una forma de lealtad que el hombre entrega al escritor para desnudar la intimidad, callar casi todos los nombres y recrear a cambio sus resonancias gracias y por la escritura misma.

RETRATO DE UN HOMBRE DESNUDO

Juan Cruz Ruiz

Alfaguara. Madrid, 2005

320 páginas. 17 euros

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 12 de noviembre de 2005

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