Los que nos oponemos a las corridas de toros somos vistos, en ocasiones, como personas con un exceso de sentimentalismo que sufrimos con el padecimiento inútil de un animal. Claro está que este espectáculo no nos llena de alegría. Pero yo rogaría que se nos considerara desde otro punto de vista: el de personas que entendemos que este espectáculo no enaltece, sino que denigra a todos los que lo presencian y a los que lo promueven o toleran.
Ahora que la Educación, con mayúsculas, está tomando un protagonismo esencial en todos los ámbitos, la cuestión de permitir el acceso a menores de edad a las corridas es un aspecto que debería ser considerado. Cuando se asiste a una sala de cine, se advierte a los potenciales espectadores de la película aquellos tramos de edad para los que está recomendada. Lo mismo ocurre al comienzo de determinados programas televisivos. No veo tales letreros en las plazas de toros. Pero no me extraña, habida cuenta de la habitual complacencia de las más altas instancias políticas con las así llamadas figuras del toreo, monarquía incluida. Hay subvenciones públicas para las escuelas taurinas e, incluso, un proyecto de la Junta para el fomento de la así llamada cultura taurina de Andalucía. Sin comentarios.
La televisión pública, la que pagamos todos, también promueve la afición al toreo.
Para aquellos que creemos en el necesario perfeccionamiento del ser humano, este tipo de espectáculo debería ser abolido.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 21 de diciembre de 2005