Abro el correo electrónico y pulso doble clic sobre un e-mail que lleva por título Los amantes del círculo polar, como la película de Medem. Lo firma un amigo desde el hotel Algonkin, cerca de la frontera con Canadá, donde se ha celebrado la cumbre sobre el cambio climático, para hacer frente a los efectos del calentamiento del planeta. La pantalla se impregna de una luz púrpura que es el color del hielo cuando comienza a amanecer. Estoy ante un paisaje nevado, en el que se ven unas cuantas cabañas de madera y un camino de huellas como pulsaciones de plata que parecen seguir una lógica eléctrica. De pronto el color malva se va transformando con el efecto de los halos solares sobre el hielo en pigmentos nacarados y verde lima que no sólo son muy hermosos sino también científicamente precisos -parhelios y paraselenes- y sobre esos colores que iluminan la pantalla empiezan a sonar los primeros acordes de Ana Magdalena de Bach, con una dimensión tan limpia que agranda el mundo.
La imagen me ha hecho recordar una de las historias más apasionantes que he leído nunca: el diario de la expedición del capitán Scott y el científico Edgard Wilson al Polo Sur. En la base de Cabo Evans durante las largas noches invernales cada miembro del grupo daba una conferencia sobre su especialidad. La pasión que sentían por el conocimiento era tan seria que un biólogo llegó a intercambiar un par de calcetines de lana por lecciones extra de geología. Estaban en el fin del mundo y eran capaces de emocionarse con el hallazgo de un fósil o el descubrimiento de un lago carbonífero. Por la noche, en la tienda, Wilson escribía poemas casi a oscuras y aprovechaba la pila de una linterna para leer las aventuras de Sherlok Holmes. Cuando se les acabaron las provisiones, aprendieron exhaustos a devorar los manjares de la alucinación. Olían a roast-beaf en la oscuridad helada, y llegaban a saborear cada mordisco con la mente mientras engullían saliva. Soñaban con chocolate y magdalenas hasta que les sobrevino la anemia polar.
Cuando en la primavera siguiente un equipo de búsqueda descubrió su tienda, al desenterrar los cuerpos de la nieve, vieron que el brazo de Scott rodeaba el hombro de Wilson y tenían a su lado una bolsa llena de de fósiles de más de tres millones de años de antigüedad. Aunque en la debilidad extrema en que se encontraban cada gramo les quebraba los hombros, no quisieron abandonar aquellos objetos que la tierra había labrado con una paciencia asombrosa. Sin embargo hay otro detalle de esa expedición que resulta todavía más conmovedor y enigmático. Los cinco hombres que realizaron la marcha final al polo Sur, caminaron durante semanas con un hambre incesante. Ya no sabían que aspecto tenían, ni cómo era la textura de su piel debajo de la ropa. La visión de sus cuerpos desnudos estaba para ellos tan lejana como Inglaterra. La nieve les había vuelto de yesca los ojos. Tuvieron que atravesar un terreno inacabable, dividido por fallas invisibles a cuarenta grados bajo cero. Consiguieron alcanzar el polo Sur para descubrir que Amundsen ya lo había logrado antes. Pero aún así hay una foto de Scott y Wilson en el campamento del fin del mundo y la cámara les ha cogido con la cabeza echada hacia atrás: Riéndose.
Nunca he visto una expresión más completa de felicidad, como si allí con el globo entero colgándole de los pies, Scott y Wilson hubiesen comprendido al fin algún secreto esencial sobre el mundo o quizá sobre si mismos.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 31 de diciembre de 2005