Independientemente de las estadísticas, estudios oficiales y opiniones de expertos, es evidente que al pasear por la calle vemos cada vez más a niños inusualmente gordos; con una obesidad distinta incluso a la tradicional: se les ve inflados. No falta quien achaca esto a los videojuegos (tan socorridos para culparles de todos los males posibles, desde los asesinatos sádicos hasta la violencia infantil), a los malos hábitos alimentarios, o al consumo de dulces con exceso.
Curiosamente, nadie comenta que los adultos estamos peor que ellos -en más porcentaje y con más kilos de más-, y que los niños no pueden hacer más que repetir los patrones aprendidos. Si alguien hace el ejercicio de mirar lo que compran los padres/madres españoles (basta con fijarse en las cajas de supermercado), se horrorizarán de ver lo que de allí sale: refrescos azucarados sin mesura, bollería industrial, cremas de cacao, salchichas grasientas, harinas refinadas, etcétera. Ésa es nuestra enseñanza, alimentación que eleva la insulina en la sangre hasta convertir a nuestros hijos en diabéticos precoces. Completamos el pastel con visitas a las tiendas de chucherías donde reciben la recompensa de kilos de gominolas por el simple hecho de "no haber sido malos". Todo lo anterior sin contar con el efecto que las hormonas de engorde del ganado crean en el cuerpo humano. De esto saben bastante los estadounidenses, el pueblo más gordo del mundo; su obesidad es la misma que la de su ganado: antinatural, aunque legal.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 6 de febrero de 2006