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COLUMNA

Telegramas

Hace unos días, la compañía Western Union anunciaba el cese de su servicio de telegramas, un medio de comunicación que durante 160 años había sobrevivido a los zarpazos de la tecnología, al teléfono y al fenómeno inmediato del Fax. Sin embargo, no ha podido con ese monstruo exterminador y global de Internet que augura acabar con todo cuanto se le ponga por delante.

Cuando en 1844, Samuel Morse envió el primer telegrama de Washington a Baltimore (no se le ocurrió poner otra cosa que "What hath Got wrought?", algo así como "¿Qué nos tendrá preparado Dios?") no podía imaginar que el invento alcanzaría más de siglo y medio de historia. Pero ya ven, eso de enviar mensajes urgentes, pagar por cada palabra (los stop eran gratis) para felicitar al prójimo, notificar un desastre o transmitir un sentimiento a través de la electricidad era ya un verdadero anacronismo. Con la llegada del teléfono móvil y el correo electrónico, la muerte del telegrama era un hecho más que anunciado que a nadie podía pillar de sorpresa. No obstante, la desaparición de ese artilugio mágico en su tiempo, así como el progresivo declive del correo ordinario y de las cartas escritas en papel corriente generan un problema de fondo en el que casi nadie ha querido reparar. Me refiero al testimonio de las cosas, de los sucesos, de las emociones humanas, a la prueba material y delatora de lo que un día sintió, manifestó, negó, expresó o afirmó el mejor o el peor de los mortales. Se ha pasado de la comunicación documental al mensaje efímero con la misma ligereza con la que se borran las huellas de un crimen. Hoy, cuando se enciende o se rompe un amor se teclea un mensaje en el móvil o en el PC y se envía sin más a la amada o a la víctima. Dentro de unos años, cuando alguien se empeñe en escribir la biografía de cualquiera de nosotros, no habrá una maldita prueba de nuestro infortunio, de nuestra suerte o de nuestras pasiones. Sólo nos quedará la esperanza de que algo de todo aquel amor, un mínimo residuo, haya quedado al menos en el dígito de un bit, en un átomo de fibra óptica o, como mucho, en el núcleo olvidado de un cable coaxial.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 9 de febrero de 2006