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COLUMNA

A una joven enamorada

Déjame, amiga mía, que te cuente un par de historias, por si las malas experiencias ajenas te ayudaran a sortear algunas trampas del amor. Mejor dicho, de ese sucedáneo disfrazado de pasión que primero deslumbra, luego obnubila y finalmente hiere, porque carece de tres ingredientes básicos en la relación de pareja: respeto, igualdad y libertad. Una historia se refiere a la hija de cierta famosa abogada feminista, una joven de 17 años sometida por un tipo que le controla el largo de la falda, la humilla en público y le impide ver a sus amigas. La otra víctima es también adolescente, y su familia ha tenido que pedir ayuda a la policía y a la psicología ante el acoso de un ex que no ha tolerado la ruptura. Como ves, no hay edad. O mejor dicho: es a estos vuestros pocos años cuando se establecen las pautas de una relación, cuando te puedes considerar salvada o atrapada. Lo malo es que también estás estrenando alas, los consejos familiares han perdido credibilidad y aspiras a distanciarte de usos y costumbres maternales. Si en ese punto el prestigio de la tribu exterior te impele a acatar ciegamente sus reglas, aunque sean denigrantes y machistas, si en ese tránsito de niña a mujer (con perdón) llegas a sentirte orgullosa del ordeno y mando de un otelo de instituto, es que empiezas a estar perdida.

No lo interpretes como un reproche, porque realmente es el mundo adulto el que nunca se ha tomado en serio la importancia de la educación sentimental. Os enseñamos matemáticas y para qué sirve un condón, pero no que el amor no es la ostia y que sólo el afán de dominio mueve a algunos matones con acné (alevines de maltratador) a estar celosos por su chica, a la que exigen todavía el viejo rol de muñeca sumisa y agradecida.

Pero sepas que ésas no son las cosas del querer, sino las cosas del poder. Guárdate de ellas. Y feliz San Valentín.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de febrero de 2006