Es bien conocido que Rossini tenía pasión por la gastronomía. Lo es menos que Juan Diego Flórez no pierde ocasión de visitar El Bulli, Mugaritz o el Sant Celoni en sus viajes a España. Anteayer en el Real le envió un par de trufas blancas a su admirado Rossini. Es una manera de hablar, desde luego, que trata de señalar el nivel de excelencia que imprimió a sus arias Si, ritrovarla io giuro, de La cenerentola, y La speranza più soave, de Semiramide. No se puede cantar mejor. Línea inmaculada, desplazamiento por el territorio de los agudos con una limpieza absoluta y, por encima de todo, profundidad al extraer desde el estilo las esencias más puras del compositor. Un espectador cercano a mi localidad repetía: "Qué barbaridad", al quedarse ya los adjetivos como maravilloso o similares insuficientes. No sé si fue un espejismo o la sensación que produce poder tocar la perfección. Tal vez debido a que lo muy bueno tiene su peor enemigo en lo excelente, o simplemente que estos momentos de plenitud artística se viven a cuentagotas -la media verónica de Curro, que diría el taurino-, lo cierto es que este tipo de emoción no volvió a saltar en el resto del recital. Cerca estuvo el A te o cara, de Bellini, pero en todo caso con cambio de color para la trufa, de blanca a negra, que no está nada mal, porque en Spirto gentil estaríamos ya a nivel de las trufas cultivadas, que no es lo mismo.
El concierto fue excesivamente largo y considerablemente superior en el bloque rossiniano. Daniela Barcellona fue yendo a más, mientras todo lo demás -interés musical incluido- iba a menos. Ricardo Frizza hizo una magnífica obertura de Semiramide, con una flexible y competente Sinfónica de Castilla y Leon, dejando la tarjeta de visita de director a considerar seriamente. Barcellona se mostró voluntariosa, entregada y con poder visceral en la administración del sonido que le caracteriza. El éxito fue de los de algarabía.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 13 de febrero de 2006