La sentencia del Tribunal Supremo en la que confirma que las obras de ampliación de Mestalla son ilegales revela hasta qué punto los responsables municipales se comportan como si Valencia fuera una ciudad bananera. Los hechos, sumariamente descritos, fueron como siguen: Un presidente caudillista del Valencia Club de Fútbol, Francisco Roig, amenaza con movilizar a miles de aficionados si el Ayuntamiento no se pliega a su capricho de ampliar el estadio. Una alcaldesa, populista donde las haya, y su equipo de gobierno, da el visto bueno a unas obras a todas luces ilegales. El Consell, timorato y obsecuente, da por bueno el capricho de Roig y la arbitrariedad municipal. Pasado el tiempo, el Tribunal Superior de Justicia, primero, y el Supremo, más tarde, sentencian la ilegalidad de las obras. En cualquier sociedad democrática un revés judicial de estas características hubiera supuesto la dimisión de algún político o la presentación de algún tipo de disculpa a los vecinos por parte de los responsables del desaguisado (el alcalde de Londres, por insultar a un periodista judío, ha sido suspendido de su cargo durante cuatro semanas); pero Valencia es una ciudad donde su primer teniente de alcalde, Alfonso Grau, se permite el lujo de ponerle precio a la legalidad: Con 2.000 euros el asunto quedará resuelto, ha dicho el edil sin que su marmóreo rostro registrara alteración alguna. 2.000 euros, ese es el precio de la legalidad en Valencia. Roig debe estar carcajeándose por lo barato que le ha salido el negocio. ¿La oposición? Sigue contando céntimos presupuestarios. El Valencia es el tótem de la tribu al que sólo pueden interpretar/manipular los hechiceros/promotores. Los demás, a callar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 25 de febrero de 2006