Fiel a su sigilo de goleador, Telmo Zarra se ha ido del mundo con su silencio vasco y su olfato de hurón profesional.
Hace tiempo, cuando los mitos empezaban a volar de antena en antena y el fútbol era la segunda lumbre en los días de invierno, Telmo iniciaba una asombrosa aventura que consistía en alternar con Iriondo, Venancio, Panizo y Gainza, sus cuatro compañeros de línea, y con Ataúlfo, Recaredo, Wamba y Don Rodrigo, los cuatro reyes godos de obligada memoria, en el álbum de los colegiales. Era entonces la primera figura en un reparto que solían recitar ante aquellos micrófonos de telaraña Matías Prats, Enrique Mariñas, José Luis Martín Navas y otros grandes intérpretes de la épica de posguerra. En el relato del partido declamaban invariablemente, primero una y luego otra, dos palabras de fonética muy sonora. La secuencia era inevitable: si decían Zarra, decían gol.
Gracias a aquellas crónicas apasionadas, que eran un ejercicio de oratoria y otro de fe, Telmo Zarraonaindia hizo el viaje soñado: empezó jugando a la intemperie y terminó, virado a sepia, en las paredes de cantinas, parroquias, casinos, tahonas y otros pedestales de la época. Quizá por ello sus fotos tenían una sombra de bodegón y olían necesariamente a brandy, incienso, tabaco y levadura.
Había en aquellas imágenes varios signos de predestinación. La precaria estética del momento imponía camisetas de talla única, así que los futbolistas espigados como él desaparecían en una maraña de pliegues y barras. Los calzones, de elástico pobre y cintura estrecha, se arremangaban sobre el hueso de la cadera y dejaban ver, sucesivamente, dos muslos de pollo, dos rodillas crispadas y los colores del dobladillo de la media. Sin perjuicio de la holgura del uniforme, Telmo se movía con una verticalidad impecable que resaltaba la elegancia de su carrera y anticipaba el porte atlético de los primeros cracks. Su cuello elástico y su frente empinada le acreditaban como ariete: sin duda sería un cabeceador excepcional.
Manejaba también otros recursos ideales para un delantero centro. Sabía que el gol no era tanto una cuestión de puntería como de puntualidad: para conseguirlo había que alcanzar el vértice de la jugada en el instante preciso. Por eso arrancaba en el momento justo, medía como nadie la velocidad de la maniobra y nunca perdonaba el esfuerzo final que distingue a los purasangres. Convencido de que un rebote afortunado valía tanto como un pase genial, llegaba hasta los arrabales del campo por si los dioses se fijaban en él, cambiaban el viento y le servían la pelota.
Nunca olvidaremos que Telmo relevó durante mucho tiempo a Chaplin y John Ford en las tardes de domingo. Más que un amigo imaginario fue, como ellos, una excusa para escapar.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 26 de febrero de 2006