Desde el aire y de noche, en algunas aproximaciones al aeropuerto, la vista que se tiene sobre el área de Barcelona es espectacular. Una mancha oscura, un abigarrado revoltijo de luces a ambos lados de la sombra -más compacto en el lado de Barcelona que en el del Vallès o el Baix Llobregat- y otra interminable mancha negra. Son el sistema de la sierra de Collserola, Barcelona y el mar. Claro que, año tras año, cada vez hay más luces y menos sombras, porque la ocupación del suelo no cesa. A ambos lados de la sierra.
Barcelona, la ciudad más extensa a los pies del sistema de Collserola, ha descuidado la protección de su parque. Una protección que con los instrumentos legales con los que cuenta la ciudad se reduce a dos tipos. Por un lado, promover la recalificación del suelo que actualmente es urbanizable a suelo forestal; por otro, poner freno a las promociones de las constructoras, siempre voraces, especialmente en la vertiente de la montaña que asoma al distrito de Sarrià-Sant Gervasi. Si lo primero se ha hecho en contadas ocasiones, lo segundo es evidente tras un simple paseo por la Ronda de Dalt: cada vez hay más promociones de inmuebles y residencias de lujo.
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El Plan Genereal Metropolitano -que ya tiene la friolera de 30 años- no ayuda en nada a ordenar el suelo y proteger los espacios naturales. Sobre todo porque la realidad y las necesidades actuales han desbordado lo que preveía aquel ordenamiento. Hay que modificarlo. Pero no a trozos, de forma parcheada, que es lo que se hace con profusión, por ejemplo, en el Ayuntamiento de Barcelona, sino de una forma definitiva que sirva para aclarar, ordenar y, de paso, ofrecer mayores garantías jurídicas. Si se quiere proteger de verdad lo que queda del espacio verde del área de Barcelona es necesario un marco urbanístico nuevo. Que no dependa del albur político-inmobiliario y de unos poco eficaces planes de parcheo.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 5 de marzo de 2006