En más de dos tercios de África, morir joven es lo normal. La expectativa media de vida en Mauritania, Senegal, Gambia y Guinea apenas supera los 40 años, y en Zambia es de 33. Casi todos los días podemos leer que, en ese continente, la tuberculosis mata a medio millón de personas cada año, hay 25 millones de enfermos de sida, tres mil niños mueren a diario de paludismo y, en breve, a ellos se sumará la gripe aviaria. Pero con las cifras de muertos nos pasa como con los euros: nos manejamos muy bien con las cantidades pequeñas, pero nos perdemos con las grandes. Ahora se suma una nueva modalidad: morir en patera. La diferencia es que de estas muertes nos llega el olor de los cadáveres. Canarias es un territorio frágil y pequeño. Tan pequeño que ese olor nos entra por las ventanas. Y además están los que sobreviven, ¿qué hacer con ellos hasta conseguir quitárnoslos de encima? El Gobierno canario pide a Madrid que se los lleve a otras comunidades, que a su vez dicen que ni de broma, que hablen con Bruselas, y ésta, que a ver si vigilamos mejor nuestras fronteras, y nosotros les decimos a Marruecos o Senegal que pongan más cuidado en no dejarlos escapar. La muerte en África no tiene nombres complicados de virus o bacterias. Se llama pobreza, y sus consecuencias, la corrupción política y las mafias. Podemos elegir entre electrizar las costas o montar campos de concentración, pero nunca podremos parar ese flujo de personas que eligen entre morir de hambre o morir ahogados. Al fin y al cabo, sólo son 850 millones. ¿No se le ocurre a nadie otra solución.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 22 de marzo de 2006