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Editorial:

Mala inflación

A pesar de que el índice general ha cedido una décima, el IPC sigue siendo uno de los indicadores que denuncia las serias limitaciones de la economía española. Baja del 4% al 3,9% interanual, pero la denominada inflación subyacente, que excluye los precios de los elementos más volátiles (la energía y los alimentos frescos) ha repuntado dos décimas, hasta el 3,1% interanual. Cuando esa tasa de inflación se compara con la de nuestros socios comerciales y monetarios, el diferencial es tan amplio que no se requieren muchas explicaciones para ilustrar la creciente pérdida de competitividad de nuestra economía. Ahí está ese otro desequilibrio, el déficit de la balanza de pagos por cuenta corriente, en máximos históricos y uno de los más elevados del mundo.

El comportamiento del núcleo subyacente del IPC demuestra que no es posible atribuir al incremento del precio de la energía la inflación más elevada de Europa y una de las más altas de la OCDE. Tampoco pueden ser los salarios el chivo expiatorio de ese mal comportamiento de los precios. Hay que buscar las causas, como se ha reconocido ampliamente y desde hace años, en el funcionamiento de nuestros mercados, de los sistemas de distribución, de la falta de competencia en la mayoría de los servicios. En definitiva, en un patrón de especialización de la economía española distante de las economías modernas.

La evolución reciente del precio del petróleo y el convencimiento de que no va a ceder a niveles razonables aconsejan asumir la amenaza inflacionista como una de las más importantes que pesan sobre la economía española. En el inquietante repunte del precio del barril sigue incidiendo una demanda global importante, pero también los factores de riesgo geopolítico, ahora centrados en Irán. Los riesgos de que un barril alrededor de los 70 dólares acabe con el crecimiento mundial ya no son tan lejanos.

Atajar el desequilibrio inflacionista no puede dejarse a la esperanza de enfriamiento de la demanda. Tampoco sería acertado utilizar la política presupuestaria para hacerlo. Es necesario arremangarse: llevar a cabo políticas de reforma en los mercados, de mayor transparencia en los procesos de formación de precios, de estímulo a la regeneración empresarial, a la liberalización de los horarios comerciales, al nacimiento de empresas. También hay que vigilar y perseguir los circuitos de comercialización de algunos alimentos. Hacer política económica no es únicamente sanear las finanzas públicas. Es también incidir sobre las condiciones de oferta y demanda, al nivel que haga falta, de la economía y de sus mercados.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 13 de abril de 2006