Bailando
Los intentos de la danza de creación contemporánea por desbancar de la atención de los espectadores a la danza clásica están francamente en bancarrota, porque la tradición pesa y, sobre todo, se gana con el tiempo
Es que no falla. La mayoría de espectáculos de Dansa València suelen centrarse en cada edición en lo que podríamos llamar un tema, hasta el punto de que se diría muchas veces que sus creadores se han puesto de acuerdo para la ocasión. O bien está el año en el que lo que toca es que las chicas se arrojan violentamente contra los chicos, o a la inversa, o bien se trata de arrastrarse sin desmayo por el suelo, o bien de hacer coreografías que parecen diseñadas para sordomudos por su propensión a echar a hablar de un momento a otro sin decidirse del todo. Este año lo que prima es la soledad, así, en abstracto, ya sea pronunciada con todas sus letras o sugerida por los movimientos dancísticos. Una soledad, que a tenor de lo visto y de los textos que quieren explicitarla, tiene unos tintes más bien adolescentes y rara vez remite a condiciones concretas de la vida. Como si la soledad, o su expresión, fuera una experiencia ajena a las personas que la padecen.
Populismos
Mariano Rajoy, por un decir del mundo occidental, es tan populista como Evo Morales cuando recorre cada rinconcito de la geografía española solicitando de sus simpatizantes la indigna firmita contra el Estatut de Catalunya, y quién sabe si también tan indigenista. Pero esa operación de periferia ideológica no se produce en Bolivia, ese país andino tan repleto de indígenas asquerosos, sino en reductos de tanto postín como el barrio de Salamanca en Madrid o el entorno de la calle del Poeta Querol en Valencia. Los gobiernos de algunos países latinoamericanos, democráticamente elegidos (¿o no se trata de eso?) son populistas o indigenistas atendiendo a las condiciones de vida de unos países donde los indígenas malviven en la indigencia. Se ve que no están romanizados todavía. Cuando lo estén, si alcanzan esa epifanía, lo mismo quieren disponer, dios no lo quiera, de casa en Londres. Como Mario Vargas Llosa, ese estupendo peruano sin fronteras.
Artimañas
En todas las novelas de John Le Carré, sobre todo en las que abandonó a su querido George Smiley, ocurre más o menos lo mismo, aunque con diferentes registros. Son instructivas, más que entretenidas o recreativas, y repletas de graves problemas morales. El espía concienzudo, la mujer infiel, el infierno de los controladores y la persistencia en un hábito doméstico que llevará a sus personajes a la compulsión de borrar huellas antes de producirlas. Espías y políticos corruptos tienen en común la preocupación perpetua. Se ocupan de sus cosas, ciertamente, incluso con cierta minuciosidad, pero es una ocupación preocupada, porque no controlan el instante atónito en que un detalle imprevisto (inscrito, sin embargo, en sus biografías) habrá de conducirlos al desastre. Se aprende más de Le Carré que de Berlusconi, aunque el italiano haya intentado salvarse recurriendo a un tipo como Andreotti, al que, por cierto, tanto admiraba Amadeu Fabregat. No consta que también fuera a la inversa.
Otra vez Fuster
Al hilo de unas atinadas reflexiones de Enric Sòria en el Quadern de esta casa sobre la valoración crítica de la obra de Joan Fuster, llama la atención algo en lo que José María López Piñero viene insistiendo durante toda su vida respecto a Ramón y Cajal, a saber, que la figura del sabio que sale de la nada, trabaja en solitario y recibe el premio Nobel no se corresponde en absoluto con la realidad, ya que esa experiencia se nutre de las que la precedieron, y abre el camino a las que habrán de resituarla. Parecería que ni una cosa ni otra ha ocurrido con Joan Fuster, gigante solitario en medio de un páramo naranjero sin precursores ni seguidores que lo desborden desde el respeto a su digna obra. Es el segundo aspecto el que más llama la atención, puesto que ahora mismo no se vislumbra la cabeza visible capaz de dinamizar la cultura escrita valenciana como lo hizo el de Sueca.
Una evaluación
Muy optimistas parecen los resultados de una evaluación diagnóstica presentada por el consejero Font de Mora sobre más de cuarenta mil alumnos de tercero de primaria. Que la media resultante sea de 7,8 en matemáticas y de 8,2 en lengua, contrasta vivamente con el índice de 40 % de fracaso escolar, así como con la experiencia de los centros y las preocupaciones al respecto de los padres de alumnos. O falló el diseño de la prueba de evaluación o alguien tenía interés en obtener los mejores resultados, aunque también es cierto que podrían haberse conformado con rebajar un puntito por lo menos tan meritorias calificaciones medias. Calificaciones que, de ser correctas, auguran un futuro de inusitado esplendor para los escolares de esta comunidad.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 8 de mayo de 2006