Estados Unidos ha reanudado relaciones con Libia tras casi treinta años de violentas disputas y ha sacado al régimen de Trípoli de la lista de países patrocinadores del terrorismo. No es una fruslería por muy cantado que estuviera, sobre todo después de que el coronel Gaddafi -antaño la bestia negra de Washington y hogaño, según las autoridades americanas, un ejemplo a imitar por otros dictadores- indemnizara en 2003 a los familiares de las víctimas del atentado aéreo de Lockerbie, en el que colaboraron sus servicios secretos, y anunciara ese mismo año que eliminaría sus arsenales de armas de destrucción masiva. Esto último comenzó a hacerlo meses después de forma discreta. El coronel, que asumió el poder en 1969 tras derrocar al rey Idris, entendió perfectamente el 11-S (condenó el ataque) y comprendió que si continuaba por la senda del terror, acabaría como Sadam. Reagan le odiaba y pretendió eliminarlo en 1986 en un bombardeo contra su casa que causó la muerte de uno de sus hijos. Hoy, en cambio, Gaddafi recibe los elogios de la secretaria de Estado,
Rice, por su colaboración en la lucha contra el terrorismo.
Quienes más aplauden la conducta pragmática y oportunista del dirigente libio son, lógicamente, las petroleras americanas, que ya empezaron a regresar al país norteafricano después de que Trípoli les devolviera las concesiones de explotación de crudo en 2004. Ahora lo harán de forma más intensa, preocupadas de que sus rivales chinas les quiten terreno. Libia es desde hace ya más de dos años pasarela también de líderes europeos una vez que la UE levantara los embargos comercial y militar. Pero todo ello no excluye que el coronel siga siendo un autócrata excéntrico.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 17 de mayo de 2006