La campaña para la ratificación del nuevo Estatuto de Cataluña empezó anoche envuelta en una paradoja: bajo la prohibición cautelarísima, dictada por el Tribunal Supremo, avalando provisionalmente la posición de la Junta Electoral Central, de que el Gobierno de la Generalitat favorezca en su despliegue institucional la participación ciudadana.
Política y constitucionalmente se trata de un contrasentido. Tanto porque es valor básico de toda democracia la participación de los ciudadanos en los asuntos públicos como porque la Constitución así lo consagra en su artículo 23. Y los poderes públicos deben ajustar su actuación al pleno respeto, desarrollo y fomento de los principios constitucionales.
En el ámbito legal, el asunto adquiere más matices. La reforma de la ley electoral de 1994 suprimió la competencia del Gobierno para fomentar la participación electoral. Pero esta misma ley reconoce esa competencia a los Gobiernos autónomos en las consultas de su ámbito territorial, principio que fue aplicado por la propia Junta en 1999 a Murcia y La Rioja. Aunque Cataluña carece de norma electoral propia, su ley aplicable, la de la publicidad institucional, faculta a la Generalitat a incentivar la participación.
El argumento según el cual el actual Gobierno catalán no es parte en esta consulta y debe permanecer neutral es poco convincente. Aunque haya sido elaborado por el Parlamento, el Ejecutivo de Pasqual Maragall lo ha auspiciado y lo asume: incluso cuando Esquerra, finalmente inclinada al no, formaba parte de él, propugnó la participación. Y tras la última remodelación es monolíticamente favorable al sí. En los referendos de ratificación (mucho más decisivos que los meramente consultivos) el cuerpo electoral se viene a convertir en cuerpo legislativo, y el Ejecutivo tiene, por tanto, el deber de fomentar el voto y seguramente el derecho de explicitar su posición sobre el contenido de la nueva ley estatutaria.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 2 de junio de 2006