Hace 10 años, Ariel Rot, que estos días está de gira, y su pareja viajaron a Boracay, una lejana isla filipina: 36 horas en avión, autobús y lancha motora.
Vaya destino lejano...
Nos lo recomendó un amigo y le estoy muy agradecido, aunque estaba fatal comunicado. Llegamos en lancha, y como no había muelle nos echamos al mar con el agua por la cintura y las maletas en la cabeza.
Boracay suena a paraíso tropical. ¿Me equivoco?
Es una isla muy pequeña y su principal atractivo es White Beach, una playa impresionante donde vi unos atardeceres mágicos. El sol se ponía por el mar y el cielo se llenaba de pájaros. En la playa encendían farolillos, llegaban músicos locales y empezaba a oler a curry...
¿Qué se hace en un lugar así?
Estar en la playa, comer, pasear en bici y conocer a gente muy especial, turistas y no turistas. Como el propietario de nuestro hotel, un suizo muy enrollado. También conocimos a un viejo pescador indonesio que nos llevó a bucear en una barca hecha por él mismo y nos enseñó un lugar muy extraño: en una isla diminuta había una especie de discoteca en ruinas con estatuas de caballos alados y sillas con forma de mano. En un escenario había una batería oxidada. Un lugar estremecedor. Nadie nos supo explicar qué era exactamente.
¡Habrá que ir a recuperarlo!
No lo recomiendo. Parece que después del 11-S se puso la cosa brava por allí. Al menos yo me informaría bien antes de ir.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 17 de junio de 2006