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Crítica:

Catarsis

Tras la fachada de un costumbrista drama familiar, el argentino Alejandro Agresti ha ensayado en Todo el bien del mundo una especie de catarsis de carácter nacional. Así, la asunción de paternidades, el olvido consciente como válvula de escape y el retrato del vecindario de una pequeña comunidad, más preocupada por su microcosmos hogareño que por cambiar las reglas de convivencia, terminan siendo menos importantes que los recónditos pensamientos aún anclados en las conciencias tras la siniestra dictadura y la sangrante Guerra de las Malvinas.

Armado de irrenunciables ambiciones humanitarias, explícitas desde el mismísimo título (en Argentina se estrenó de forma aún más categórica como Un mundo menos peor), el filme adopta sin embargo una extraña metodología para llegar a tal fin: que las interioridades de los protagonistas se descubran no con acciones ni con conversaciones, sino a través de largas explicaciones, casi soliloquios, algunas de ellas en los primeros 20 minutos de metraje, cuando el espectador no tiene asideras suficientes para agarrar tal cantidad de información. Aunque aún más sorprendente resulta que las pláticas se produzcan entre personajes que no tienen la menor confianza mutua y que semejantes confidencias se desplieguen en momentos en los que tal ejercicio de sinceridad no parece necesario.

TODO EL BIEN DEL MUNDO

Dirección: Alejandro Agresti. Intérpretes: Mónica Galán, Carlos Roffé, Julieta Cardinali, Ulises Dumont. Género: drama. Argentina, 2004. Duración: 90 minutos.

Como en El sueño de Valentín, a Agresti se le nota la buena mano para la dirección de intérpretes infantiles, y tampoco cabe duda de la honestidad de sus intenciones, pero el ternurismo acaba apoderándose de una historia tan ambiciosa en su concepción como fracasada en su desarrollo.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Viernes, 23 de junio de 2006