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Reportaje:El conflicto de Oriente Próximo

"No puedo aliviar el miedo de mis hijas"

Ashraf Okor, de 33 años, médico de Rafah, tiene dos niñas y su esposa está embarazada

Gaza ha sido, desde que estalló en 2000 la segunda Intifada, una enorme prisión. La inmensa mayoría de su millón y medio de habitantes no pudo viajar a lugar alguno hasta que en noviembre se abrió el cruce de Rafah, limítrofe con Egipto. Pero Israel tiene la llave de unas fronteras que cierra a su antojo. Desde la captura de un soldado judío, el pasado 25 de junio, la franja ha sido totalmente sellada, y la población civil castigada por el Gobierno israelí, que infringe la legislación humanitaria internacional. La vida sin apenas luz, tras ser destruida la única central eléctrica, y bajo el estruendo bestial de las bombas de sonido y los bombardeos desquician a los palestinos. Tres personas -un médico, una mujer que trabaja para una ONG y cuya familia posee un hotel, y un adolescente atrapado con su familia en la vorágine de la violencia- relatan su vida cotidiana en situación de asedio. Por encima de todos los sentimientos hay uno que comparten: el miedo.

"Me preocupa cómo preparar el biberón a la niña porque no tenemos electricidad y sólo tres horas de agua cada tres días. Hay que estar muy atentos, porque si llega el agua es muy probable que no tengamos electricidad para bombear a los depósitos del tejado. Echaremos mano de bidones. El lunes en la clínica no hay luz; faltan medicinas; el laboratorio no funciona; tampoco el dentista puede trabajar; no tenemos generador, y, aunque lo tuviéramos, escasea el combustible. Es una situación excepcional.

Como padre me siento impotente. No puedo aliviar a mis hijas. Esperamos un ataque israelí y estamos alterados. Los hombres pasamos miedo, pero las bombas de sonido aterrorizan a los niños y afectan a las embarazadas. La tensión por el sufrimiento de los niños no tiene fin. El martes, nada más entrar en casa, mi esposa me comenta que no hay leche, no hay pañales, no ha podido hornear pan. Está embarazada y ha visitado al médico. Casi se cae en la escalera por la oscuridad. Lo que faltaba.

El miércoles llega la luz, pero el fluido es muy débil y mi mujer no se dio cuenta de que había que desenchufar la nevera y se ha estropeado. Tendremos que tirar comida cuando faltan pacientes y no cobramos. Mi niña y mis sobrinos se han puesto a pedir caramelos y a gritar que quieren pollo. Además, piden comérselo en la playa, pero los buques israelíes están enfrente y es peligroso. La pequeña de año y medio no me llama papá, pero ya dice 'taj, taj' [disparos, disparos]. La mayor, en cuanto oye el ruido de aviones, se queda como un mono colgada de mi cuello. El jueves la encontré con la cara hinchada. No podemos conectar el antimosquitos y tuve que llevarla al hospital.

Casa demolida

El viernes me quedé sin móvil al no poder cargarlo. Es un desastre para un médico. Además, vivo de alquiler porque mi casa la demolieron los israelíes en 2004. Ahora el dueño me reclama el pago de seis meses. Para colmo se ha roto el zapato de mi niña.

No parece un gran contratiempo, pero para mí es tanto como el asunto del alquiler. Con el casero puedo hablar, pero cómo le explico a mi hija que no puedo comprarle zapatos. Rezo a diario para que no se adelante el parto de mi mujer".

* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 9 de julio de 2006