Que en verano las escuelas cierren casi tres meses dejando en la calle a la población escolar es un trastorno colectivo, comparado con el cual las huelgas de médicos dan risa. De esta costumbre perniciosa, las víctimas notorias son los padres, obligados a compaginar sus trabajos con unas tareas hogareñas amplificadas y desorganizadas y, por añadidura, a entretener a unos hijos que carecen de iniciativa en este terreno o que tienen unas ideas que más vale cortar de raíz. Que esto es así lo prueba el hecho de que los ricos resuelven el problema y los pobres, no. Los padres ricos envían a sus hijos al extranjero, tienen segundas y terceras residencias, y los huecos los cubre el club de tenis. Los menos afortunados recurren a breves colonias estivales, exiguo apartamento en la playa, piscina municipal y sobredosis de paciencia y energía.
Pero aun así, este tormento lacerante es menor que el infligido a los alumnos. La infancia es una etapa presidida por la inseguridad y el aburrimiento. Para un niño, la plena ocupación rutinaria y benévola es, a lo sumo, un mal menor. Dejado a su arbitrio, el mundo se le viene encima. Como un axioma trasnochado equipara la escuela a la cárcel; todos los niños del mundo esperan las vacaciones con una ilusión que luego, enfrentada a la insulsa realidad, les hace creer que no son capaces de disfrutar tanto como deberían y como sin duda disfrutan los demás. Esto redobla su malestar y tiñe de insatisfacción su vida adulta. Sin herramientas intelectuales para rebelarse contra las ideas recibidas, van a desgana a colonias y cursillos, e incluso creen divertirse cuando sólo están matando el tiempo delante del ordenador. Como en la escuela, mal que bien, se ejercita la inteligencia y se inculca el conocimiento, este aprendizaje del embrutecimiento cumple una función social, pero es nefasto a nivel individual, porque sólo la razón da sentido a la vida, mal que les pese a ciertos ideólogos y a las empresas de venta al por menor.
El trabajo de los maestros es extenuante, a menudo ingrato, y necesitan y merecen un largo descanso. Pero se podría organizar de otra manera. Al fin y al cabo, también los maestros tienen hijos, y ahora están contando los días que faltan para que empiece el curso.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 17 de julio de 2006