Mientras los máximos dirigentes abordan la desastrosa situación mundial y aquí, en el hormiguero, se perciben balbuceos electorales, leo en una revista un artículo sobre la crisis por la que atraviesa la llamada Inteligencia Artificial. Prueba de ello es el escaso interés que suscita el tema. No hace mucho, la fantasía de unas máquinas dotadas de autonomía intelectual y anímica provocaron profecías agoreras, por lo general a nivel de cómic, pero a partir de una proyección que podía resultar levemente verosímil. Ahora ya no. El continuo progreso de la informática ha reducido las especulaciones. El más avanzado programa es capaz de almacenar y manejar una cantidad inconcebible de datos, incluso puede ordenarlos con arreglo a ciertas normas preestablecidas, pero sólo puede evaluar una situación y decidir lo que hay que hacer con criterios estadísticos, lo cual sirve para jugar muy bien al ajedrez, pero para poca cosa más. Es un bibliotecario eficiente al que se ha practicado una lobotomía. El cerebro humano, por el contrario, dispone de una ventaja inicial insuperable: la trivialidad. Según parece, el ciudadano medio almacena entre 30 y 50 millones de datos estúpidos e innecesarios. Verbigracia: el nombre de las 15 últimas novias de un torero. ¿Cómo ha reunido este acervo? De mil maneras: por la adaptación de los instintos básicos a las oportunidades y contratiempos de la vida cotidiana, viendo a la abuela tontear por el pasillo, oyendo a los vecinos discutir a gritos, sesteando ante el televisor. Es esta inmersión en lo cotidiano lo que permite establecer la relevancia de sus componentes. En el célebre relato de H. G. Wells, los marcianos, contra los que no pueden las armas más potentes, caen fulminados por la salmonela, o algo parecido. Pues con los robots, lo mismo, pero en el terreno intelectual.
Decir que un bagaje colosal de trivialidades es suficiente para tomar decisiones acertadas sería adentrarse demasiado en la paradoja. Para vivir hay que tener asideros más sólidos. Aun así, la estadística y la rapidez combinatoria no son suficientes. Por ejemplo, un robot no vería qué relación hay entre esta conclusión y la frase que aparece al principio de esta columna. ¿Podría usted, apresurado lector?
* Este artículo apareció en la edición impresa del Lunes, 24 de julio de 2006