A todo actor le hace falta un escenario. De la misma forma que el actor, entregado a la interpretación, no sabe en muchas ocasiones ser natural en la vida corriente, el político, fuera de sus tribunas parlamentarias, quiere hacerse humano y no siempre lo consigue. Si la humanidad del político se basa en mostrarnos que llevando bermudas, polos y sombreretes puede ser tan ridículo como cualquier ciudadano con dicha indumentaria, aplaudo el gesto. El verano anima al disfraz cateto, a los experimentos capilares, a mostrar cuál es el verdadero estado de los cuerpos que se esconden bajo el uniforme que dignifica o subraya el lugar que uno ocupa en la escala social. El lado humano de los políticos siempre tiene un punto impostado. No parecen estar hechos para la ropa playera y todos ellos acaban apareciendo como niñorros formales, con el polo por dentro y el vaquero impecable, como planchado a raya. La mujer política lo tiene más fácil, dado que su actitud ante la ropa cruza las estaciones de forma más imaginativa.
Pero el problema, en estos últimos años, es que las bermudas estivales no han traído consigo la necesaria relajación política que nos permita a todos tomar aliento antes de embestir al adversario en septiembre. Los políticos no están por la labor de desaparecer del foco de atención, y eso que antes se achacaba exclusivamente a los escritores, el ir y venir de un foro a otro contando anecdotillas y dando que hablar a plumillas en prácticas, ha pasado a ser plaza en la que ellos torean también con gran éxito de crítica y público, dado que los periodistas facilitan la amplificación de cada cosa que sueltan vestiditos de polo y bermudas por los pueblos de España. El relajo indumentario no ha traído el relajo sino la superficialidad y la bronca. En escenarios naturales son aún más incautos que durante el curso. Andan como los niños con aquella cantilena de, mamá, que éste dice que yo le he insultado pero yo le insulté porque él me dio una patada. Y así.
El lector se convierte entonces en esa madre que suspiraba, pero qué pegajosos, qué repetidos os ponéis, las ganas que tengo de que volváis al colegio y os aguante la maestra.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 26 de julio de 2006