Este año se celebra centenario de la muerte del taciturno pintor de Aix- en-Provence. El mago que supo captar la rugosidad del paisaje provenzal, su calidad algo coriácea y pedregosa. Sus cielos limpios, su tierra roja y las cimbreantes bañistas que se solazaban en los riachuelos de su imaginación.Pero también, la arquitectura de los objetos cotidianos que lo rodeaban y que aún pueden verse, como petrificados por el paso del tiempo, en su taller de Aix.
Este año, la bella localidad del sur de Francia conmemora por todo lo alto su desaparición, con la apertura de nuevos rincones como la casa paterna Jas de Bouffan, y rutas por esa naturaleza que a él tanto inspiró, como las canteras de Bibémus. También se celebra hasta el 17 de septiembre una exposición titulada Cézanne en Provence, en el Museo Granet, coproducida con la Nacional Gallery of Arts de Washington. En ella se pueden contemplar 117 de sus obras, entre ellas las Grandes Bañistas y numerosas telas de la Sainte Victoire, su colina favorita, a pocos kilómetros de Aix, y paradigma del paisaje mediterráneo nostálgico entre mieses, cipreses y peñascales.
Todo ello aumenta aún más si cabe la oferta de esta ciudad meridional con olor a lavanda y colores brillantes. Plácida bajo la sombra abovedada de los plátanos del Cours Mirabeau y su limpia arquitectura del XVIII, sonora desde sus fuentes barrocas, elegante en las calles simétricas del barrio de Mazarin, y bulliciosa entre los comercios del centro peatonal.
A Paul Cézanne, nacido en 1839, el reconocimiento le llegó de forma tardía y mezquina, como a tantos otros pintores de su generación. En 1874 Guillaumin, Degas, Sisley, Pissarro y él mismo, entre otros, exponen juntos sus obras. De la mofa del crítico Louis Leroy ante el famoso cuadro de Monet, Impresión: sol naciente, nació el apodo de este grupo vilipendiado al principio por crítica y público, que alcanzará sin embargo rango de mito con el tiempo. Aunque Cézanne se irá distanciando cada vez más del impresionismo para reconstruir la materia que lo rodea en su campo provenzal, pintando sur le motif. Pronto consigue crear su propia arquitectura y burlar la simetría tradicional, como se aprecia en sus bañistas. Lo que interesaba al pintor provenzal era el tratamiento, el método, el color como continente, más que la imagen en sí. De hecho, la técnica tenía tanta importancia para él, que nunca dejó de copiar obras ajenas.
El taller de Lauves, que se puede visitar en las afueras de la ciudad, huía por vez primera de las mezquindades lumínicas y se orientaba mediante un gran ventanal al Norte para dotar de una luz serena sus composiciones muertas. Allí, paletas manchadas, sillas, vasos y jarras, pipas, limones secos y trapos, añoran a un hombre huraño e introvertido que se encerraba en sus pinceles para expresar la belleza y la perfección que no acertaba a encontrar en la otra orilla.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 10 de agosto de 2006