Cuando el entonces cardenal Joseph Ratzinger, hoy Benedicto XVI, fue elegido como sucesor de Juan Pablo II, algunos medios de comunicación y partidos políticos escorados a la izquierda indagaron, descarnadamente, en el pasado buscando alguna posible relación entre el joven Ratzinger y el nazismo. De aquellos hechos se llegó a la conclusión de que muchos alemanes de toda suerte y condición se vieron arrastrados por las circunstancias excepcionales de un país gobernado por una élite enloquecida, capaz de cualquier desvarío contra la más elemental dignidad humana; por tanto, no sería correcto dedicarse a la caza de brujas.
En estos días, Günter Grass, uno de los iconos intelectuales de la izquierda europea, ha confesado su pertenencia juvenil a las SS, es decir, a la organización vinculada con el sector más duro y sanguinario del régimen nacionalsocialista. Tal vez esta confesión tardía ayude a comprender que la historia no es un juego de buenos y malos; esto lo deberían tener presente todos los que en el caso Ratzinger buscaban y no encontraron, y ahora callan. ¿Se imaginan qué pasaría si un premio Nobel, con otro caire político, se confesara colaboracionista de los nazis? ¿Más aún, miembro de las SS? Con Grass callan.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 17 de agosto de 2006