La invasión de Irak era un aviso a navegantes terroristas y proliferantes, una espectacular demostración de fuerza de la superpotencia mundial; la democratización de este país debía servir de modelo para la región. Esta formula ha fracasado: Irán sigue empeñado en desarrollar su energía nuclear, y la democratización de la región es una utopía. En el momento en que el debate se centra en si EE UU es un imperio, Bush ha de lidiar con el peso de la derrota contra un ejercito no convencional, en un híbrido que no es ni guerra ni misión de paz, y para el que su ejército no está preparado. El triángulo de Oriente Medio esencial para la sostenibilidad energética del planeta a medio plazo (Arabia Saudí, Irán, Irak) se ha roto en contra de EE UU: el velado apoyo saudí a Al Qaeda (suníes), un Irán chií proliferante y eterno enemigo, y un Irak, de mayoría chií, desestabilizado y sometido a varias presiones internas y externas. La continuación de la guerra en Irak, anunciada por Bush, en contra de los que piden una retirada inmediata, tiene una doble lectura: el superpoder no puede aceptar las consecuencias de tal retirada, que supondría el fracaso de su plan de democratización del Gran Oriente Medio, como tampoco puede comprometerse en otros escenarios bélicos (léase Irán). De ahí que la solución al problema nuclear iraní no sea la invasión militar, sino el embargo económico hasta que el régimen de los mullás se derrumbe. Bush se frota las manos esperando tan glorioso momento, que pueda lavarle la cara frente a un público estadounidense que pide el regreso de sus tropas.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 24 de agosto de 2006