Gracias al caótico funcionamiento de Renfe, incapaz de modernizarse, el regreso en tren a Madrid, tras las vacaciones, se convirtió el 1 de septiembre último en un desastre para los varios centenares de viajeros que iniciamos a las 20.00 el trayecto desde Alicante, con destino final a la estación de Chamartín, previsto para las 23.55. Algo debimos presagiar cuando, hacia las 21.00, se anunció por la megafonía del tren, que estábamos llegando a "Alicante, final de trayecto". ¡Nos aproximábamos a Villena!
Pero lo gordo vino al final. Con un retraso de media hora, el tren llegó a la estación de Madrid-Atocha y, sin explicación alguna, los empleados de seguridad ordenaron desalojar los vagones. La indignación se extendió entre numerosos viajeros, que exhibíamos nuestros billetes con la palabra "Chamartín" claramente escrita. Se me ocurrió preguntar si se había producido algún atentado y la respuesta, seca, sonó a autosuficiencia policial: "¡Negativo!".
Especial consternación produjo la orden de desalojo a una mujer que viajaba con su padre, enfermo de Alzheimer, y tres hijos pequeños, uno de ellos de pecho. La habíamos oído avisar a sus familiares, a través del móvil, para que acudieran a Chamartín a recogerles y auxiliarles. El descenso obligado en Atocha le provocó un ataque de histeria.
Mientras tanto, el revisor, un tanto compungido, fue confirmando, vagón por vagón, que el tren se quedaba en Atocha, pero nadie informó de por qué. Incluso si hubiera habido un motivo justificado, ¿cómo no se anunció con tiempo suficiente por la megafonía? Por supuesto, la oficina de Atención al Cliente estaba cerrada.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de septiembre de 2006