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COLUMNA

Cenizas

Este mes de septiembre he subido de nuevo al monte Pedroso en medio del silencio carbonizado de las piedras. Este lugar de Galicia arrasado por la barbarie incendiaria aún conserva dentro el sabor del infierno.

Antiguamente, aquí se adoraba a las fuerzas de la naturaleza. Cualquiera podía sentir la presencia del sol y del viento o de la lluvia y no hacía falta fe para creer en estos prodigios naturales, porque era evidente que existían. Su aparición regía las cosas más importantes, desde el amor hasta la cosecha de cereal. Después, las religiones monoteístas acabaron con esa forma de pensamiento.

Pero también hubo dentro del cristianismo quien defendió los principios de la naturaleza, como el mártir Prisciliano, que fue condenado en el Concilio de Burdeos por creer en las nubes, los bosques y los ríos. Sus discípulos, que se contaban por miles, lo enterraron en una cripta y sobre ella se levantó una catedral. Lo que no saben muchos peregrinos que visitan Compostela es que, en lugar de venerar la tumba del apóstol Santiago, están honrando la memoria del primer ecologista gallego.

Este verano las llamas llegaron a las mismas puertas de la ciudad y todas las sierras que circundan las rías gallegas fueron cosidas por una lengua de fuego sembrado a conciencia, porque esta tierra de vientos locos también tiene una vena torcida.

Con veinte años salía a hacer fotos por estos mismos bosques con una cámara Olympus. A través del zoom brillaban miles de gotas minúsculas que recubrían las hojas de los árboles como una armadura de plata. La fotografía ayuda a entender muchas cosas: el movimiento del paisaje, la sucesión de claroscuros, el vértigo de las nubes.

Pero hace mucho tiempo que el bosque perdió su carácter sagrado. Con la desaparición de los campesinos, el monte fue abandonado a la maleza y de esa zarza ardiente se alimentan ahora alimañas de muchas clases. Contra lo que pudiera parecer, el fuego que este verano ha quemado Galicia aún no está apagado. Arde todavía en la mente de todos los que esperan satisfacer su codicia con esta catástrofe. En medio de la turba calcinada, el silencio que guardan estos montes oscuros es un secreto a voces.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Jueves, 7 de septiembre de 2006