Viendo los reportajes que celebran el premio Nobel de la Paz, otorgado al llamado banquero de los pobres, uno se pregunta si existirá también una televisión de los pobres. Está claro que los presuntos trapicheos de la ex esposa de Julián Muñoz no entrarían en esta categoría, y que los múltiples concursos que rifan premios en especies o metálico tampoco. En La 2, sin embargo, y a una hora tradicionalmente reservada a toda clase de pornográficos documentales sobre animales en celo, se emite un ejemplo de televisión de bajo presupuesto que es un prodigio de inocencia e imaginación. Se trata de la producción mexicana El chavo del 8, de la que son responsables los creadores del mítico El chapulín colorado. El ideólogo es Roberto Gómez Bolaños, que aplica a un formato presuntamente infantil las leyes más funcionales del circo de payasos. Ingenuidad, humor blanco, diálogos absurdos, todo enmarcardo en un patio de vecinos que recuerda el chapliniano escenario de El gran dictador, allí donde el barbero que se parecía a Hitler compartía angustias y temores con sus humildes vecinos.
Visualmente, el programa es casi un fósil. La calidad de la imagen es tan mala que da la impresión de estar lloviendo, o nevando, o las dos cosas a la vez. Pésima iluminación, nulos efectos especiales, desidia en el vestuario y unos decorados que parecen sacados del segundo canal de una televisión comunista el día después de la caída del muro. Y, sin embargo, uno se queda hipnotizado por las ocurrencias y admirado de que, a estas alturas, todavía sea posible ver un programa así, inocente, divertido, en el que el realizador no aspira a deslumbrar con su acelerado dinamismo conceptual y en el que la palabra, hábilmente manipulada con la artesanía del más digno vodevil, sirve simplemente para sonreír. Otro motivo para sonreír: el anuncio de Martini protagonizado por George Clooney y que es un homenaje (o plagio) a aquella campaña de: "Si no hay casera, nos vamos".
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 18 de octubre de 2006