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Crítica:

El centro del mundo

Antonio Colinas aúna en este volumen relatos, reflexiones, evocaciones de infancia y estampas biográficas del presente que recomponen el sentido de lo sagrado.

La historia es conocida, pero la reiteración no le ha hecho perder vigencia: alguien, que no es otro que el autor, Antonio Colinas (La Bañeza, León, 1946)

regresa a la casa semiarruinada de los ancestros, donde vivió largas temporadas de su niñez. Ese lugar tan real como mítico es Petavónium, un espacio ya casi sólo habitado por el espíritu de los que se fueron y de lo que fue, como una Comala que, pese a todo, es mucho más que una necrópolis. Pues, al igual que para los humanistas del Quinientos, las ruinas son vestigia, vestigios, de la plenitud a la que remiten: signos que permiten viajar a contracorriente del progreso, hasta dar con lo que Eliade denomina el centro del mundo.

LEYENDO EN LAS PIEDRAS

Antonio Colinas

Editorial Siruela

Madrid, 2006

148 páginas. 14,90 euros

Por los agrietados ado

bes de la vieja casa, colonizada por las yedras y por las raicillas, no sólo penetran las aguas y los cierzos del noroeste, sino también el oro de la infancia rural. Entre la narración y la evocación lírica, Colinas nos lleva de la mano hasta el edén sepultado bajo jaramagos y retamas, a cuyo oscuro reclamo el relator ha acudido, como manda la tradición vocacional, por una llamada cuyo misterio no se resuelve, pero sí cobra sentido, en el último capítulo. El sentido a que me refiero, y que no desvelaré aquí, ensarta una sucesión de episodios independientes y menudos, y es el elemento estructurante que hace de esta compilación de estampas un libro cuya unidad se impone sobre la diversidad de sus constituyentes.

Las dieciocho cuentas o

capitulillos del volumen son un reguero de migas de pan que señalan el camino de retorno hasta la casa del hombre; o, si se quiere, un mapa topográfico que contuviera la memoria del jardín, por decirlo con un título de José Luis Puerto, el poeta actual más allegado a Antonio Colinas. Uno de esos capítulos recoge la historia que el narrador escuchó muchas veces en su niñez, antes de dormir: la del lobo de los relatos populares, con el que se confunde el lobo real que un día apareció en el pueblo, abatido por los disparos de una escopeta, sobre el borrico del pastor. "Ahora sé que, con la llegada de aquel lobo muerto, también murió mi infancia". El eco elegiaco de Antonio Machado ("lejos quedó, la pobre loba, muerta") no sirve tanto para solazarse en la evocación nostálgica como para propiciar la recuperación de lo sagrado: un propósito irrenunciable del poeta que, en verso o en prosa, es siempre Antonio Colinas.

* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 28 de octubre de 2006

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