Hay viajes que tienen un sentido profundo más allá de la propia ruta. Jordi Mollá, que acaba de estrenar Gal, los llama viajes eclipse.
¿Le sucede a menudo?
No. Me ha pasado dos veces. La primera fue mientras estaba en Denia rodando Son de mar. Un domingo me levanté, me subí a mi coche y puse dirección Xàtiva para visitar a mi abuela, a la que hacía tres años que no veía.
¿Qué cara se le puso?
Cuando llamé a la puerta y me reconocieron aquello se convirtió en un Bienvenido Mr. Marshall. Mi abuela estaba muy mal. Comimos y me dio un fuerte abrazo. Nunca más la vi. Murió poco después.
Y le ha vuelto a pasar...
El año pasado. Estaba en Roma y un día me desperté con una sensación extraña. Me metí un madrugón tremendo y sin saber bien por qué me fui a la estación Termini y cogí un tren a Florencia.
Un viaje precioso.
Con mucho encanto. Prados, montañas... Todo intensificado por el hecho de dejar atrás el ruido y esa jungla que es Roma.
¿Y qué le llevaba a Florencia?
En un hospital de las afueras estaba un amigo que no andaba muy fino. Fui a verle. Reímos, lloramos... Y nunca más volví a verle.
¿Por qué los llama viaje eclipse?
Porque teóricamente uno se dirige a un lugar donde brilla el sol y todo es maravilloso, pero cuando uno se da cuenta de lo que puede suponer, se oscurece todo. Y sólo sucede cuando estás delante de la persona querida. Y más tarde te das cuenta de que, de no haber ido, no te habrías podido despedir. Es triste y bonito a la vez. Forma parte de la vida.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Sábado, 4 de noviembre de 2006