Hace dos meses el mundo se me desplomó encima. Mi novio murió en el acto en un accidente de tráfico. Tenia 31 años, nos amábamos más de lo que se pueda explicar y estaba lleno de amigos e ilusiones. Pero un coche que circulaba a gran velocidad invadió su carril y se le tiró encima. El conductor así lo reconoció y algunos testigos lo corroboraron. El resultado del choque, el de siempre: la persona inocente, al foso y la culpable, tan tranquila en su casa. Ni siquiera ha preguntado nunca qué le pasó al otro conductor. Aunque nada resucitará a mi novio, necesito pensar que se hará justicia. La realidad, en cambio, es que sólo me queda soñar con la divina, porque en este país no la hay. Las posibilidades de ingresar en prisión por matar en la carretera -sobre todo si no se ha bebido o tomado drogas antes de conducir- son ínfimas. Para mí, quien conduce tan rápido y saltando reiteradamente al carril contrario es un homicida en potencia. Y en este caso lo fue de hecho. Pero la ley no opina lo mismo, así es de macabra. ¿Cuántas personas más podrá matar este energúmeno? ¿Para qué sirve el carné por puntos si Tráfico no tiene el respaldo de los jueces? ¿Alguien cree que personas así dejan de conducir sólo porque les retiren el permiso? La lección está aprendida: si quieres matar, hazlo al volante. Te saldrá gratis.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Domingo, 12 de noviembre de 2006