Cuando cae el invierno en España, los toreros viajan a "hacer la América". Por los mismos motivos que impulsaron hace cinco siglos a los conquistadores: la gloria, claro, pero también el oro. Como decía con sagacidad Cristóbal Colón, "con oro se hace tesoro". O así viajaban antes: cuando España era pobre, y la gente del toro cobraba más en Bogotá o en Aguascalientes, en Lima o en Barquisimeto, que en -digamos- el Puerto de Santa María en Cádiz. Ahora es al revés. Pero también viajaban, o eso aseguraba desdeñoso Luis Miguel Dominguín, "a destorear", y no a torear. Pues según él con el descastado y debilucho toro americano perdían el sitio, y delante de los alegres pero ignorantes públicos americanos se les oxidaba el oficio. Ya eso tampoco es así. Hoy hay ganaderías de bravo en Colombia o en Venezuela -para no hablar de México- que sacan toros de casta enteros y verdaderos. No digo que sean dignos de la exigencia de Vistalegre en Bilbao, por supuesto. Pero son toros-toros. De modo que ahora los diestros españoles que vienen a hacer la América no sólo cobran menos, sino que arriesgan más.
Por muy buenos aficionados que haya aquí, los toros son otra cosa: son, por decirlo así, toros de oídas
Y sin embargo las diferencias entre torear allá y torear aquí siguen siendo considerables. En parte por el toro, que sigue siendo distinto por mucho que los ganaderos criollos le refresquen la sangre con sementales traídos de España y hasta con terneritos que cruzan el Atlántico en avión en el vientre de sus madres bravas. Pero sobre todo -paradójica, pero no sorprendentemente- por la distorsión provocada por la acentuación de las semejanzas. Por el público, que pretende parecerse más y más al público de toros de las plazas de España, y en consecuencia sólo consigue ser un público por completo ficticio, que no se parece ni siquiera a sí mismo.
Pongo un ejemplo extremo: yo he visto con mis ojos en Cali, Colombia, en el calor pesado y sofocante de un 31de diciembre, a aficionados caleños celebrar el Año Nuevo a las seis de la tarde, porque así lo celebran los toreros españoles visitantes con el argumento de que a esas horas Televisión Española transmite las 12 campanadas desde la Puerta del Sol de Madrid. En Manizales la gente va a los toros de sombrero cordobés, que no se le ocurriría usar en ninguna otra circunstancia de la vida. Pero no se trata sólo de aspectos superficiales: también, en cosas más referidas a los toros propiamente dichos, he oído a aficionados bogotanos cambiar de lengua, o intentar cambiar de lengua, y creer que en realidad estaban hablando en otra lengua, cuando en vez de gritarle al torero "¡Carajo, arrímesele a ese animal!", como sería lo natural en ellos, le rugen: "¡Coño, cíñete ese morlaco!".Como si alguna vez alguien en algún lugar del mundo hubiera hablado así.
Y es porque de todos modos los toros en América, por muy América española que sea y por muy buenos aficionados a los toros que haya aquí, son otra cosa: son, por decirlo así, toros de oídas. Como la lengua misma, claro. Cuando fue traída desde España por los conquistadores y cambió de ámbito geográfico y anímico no es que se empezara a "deshablar" como hubiera sugerido Luis Miguel Dominguín: sino que se empezó a hablar de otra manera.
* Este artículo apareció en la edición impresa del Miércoles, 3 de enero de 2007